Hubo un
tiempo que los escritores eran ambiciosos. Que se entienda: no hablo
de best sellers o hacer turismo con la literatura, estirando un libro
por años, metiéndolo en cuanta feria y universidad hay por ahí. O
contando su vida, como si fuera interesante, cuando lo más original
ha sido tener una vida de departamento… Que se entienda mejor
entonces: ambición es crear una mundo de habitaciones cerradas,
donde el único que tiene esa llave es el lector. El autor invita.
A veces, no
obstante, esa distinción precisa irrumpe como una grata sorpresa que
nos señala que las tradiciones –las buenas, las elegantes–
permanecen aún entre los escombros de la literatura. Carlos Fonseca
(Costa Rica, 1987) ha armado una historia bella y extraña, que se
disfruta porque en ella están los fundamentos de la Historia. El
protagonista de Coronel Lágrimas (Anagrama) es un anciano solitario
que desde hace un tiempo impreciso se ha propuesto una empresa total:
narrar su existencia con un enclave en algunos eventos históricos
que han marcado el siglo XX: el Octubre rojo, la Guerra civil
española, las pestes del Caribe. El protagonista – inspirado en el
matemático francés Alexander Grothendieck– selecciona, corta,
edita, prepara los archivos íntimos de su vida que se cruzan con la
obra colectiva.
Carlos
Fonseca pasó la mitad de su infancia y adolescencia en Puerto Rico.
Ha colaborado en revistas literarias como Buensalvaje y Otra Parte,
entre otras. Obtuvo un doctorado en literatura latinoamericana por la
Universidad de Princeton. Actualmente reside en Londres.
¿Puede
ser que mientras trabajabas en otra novela, muy distinta en tema y en
tono, casi al llegar la primavera escribiste un párrafo que
desembocó en Coronel Lágrimas?
–Como
dices, la novela surgió de manera repentina, inesperada, mientras
escribía otra novela más larga. Una mañana me levanté y escribí
el primer párrafo de Coronel Lágrimas, esa primera aproximación al
protagonista con la que comienza la novela. Me gustó el estilo,
juguetón, rápido, y me pregunté si podría escribir una novela
entera siéndole fiel a esa voz narrativa extraña que aparecía en
el primer párrafo. Además de eso tenía, a partir de lo que me
había contado un amigo, unas cuantas anécdotas de la vida alocada
del matemático francés Alexander Grothendieck, en particular esa
que lo ubicaba en pleno Vietnam, dando clases de matemática avanzada
como si se tratase de un gesto político. Poco a poco, mientras
exploraba la vida de Grothendieck, me di cuenta de que quería
escribir la historia de un hombre obsesionado con la información
como si fuese la alegoría de nuestro siglo. Quería ver cómo el
pasado siglo había comenzado adicto a la acción y había terminado
adicto a la información. La escritura, en ese sentido, tenía
dirección. Lo difícil fue lograr que las piezas cuadraran e
intentar que la novela no se volviera demasiado pesada.
¿Cómo
te enteraste de la vida Alexander Grothendieck?
–Me
enteré de la alocada vida de Alexander Grothendieck a través de dos
amigos matemáticos quienes me contaron algunas anécdotas de su
vida: la anécdota de su protesta pacífica en Vietnam, la anécdota
de cómo se convirtió en un ermitaño, la anécdota de cómo
prohibió toda publicación de su obra matemática para dedicarse a
un proyecto enciclopédico un tanto absurdo. Me fascinaron estas
anécdotas y me puse a buscar más sobre su vida. Encontré que su
vida trazaba una picaresca de la historia política europea. Faltaba,
sin embargo, América Latina. Creo que la novela fue mi intento por
insertar a América Latina dentro de esta vida tan caótica y
alucinante, que sin embargo, cifraba muchas de las experiencias
políticas del Siglo XX.
¿Antes
de estudiar literatura querías ser matemático?
–Es
cierto. Por muchos años, en mi adolescencia, quise ser matemático.
Me interesó, desde un principio, la vertiente más artística –
por así llamarla – de las matemáticas. Contrario a lo que a veces
se piensa, los matemáticos piensan su oficio como un arte inútil,
en oposición a las ciencias aplicadas, o útiles. La aparente
inutilidad de su oficio los acerca, según ellos, al arte conceptual.
Creo que de aquellos años me quedó grabada esa imagen del valor de
un conocimiento cuyo uso inmediato no está preestablecido. Me
interesaba pensar, en la novela, la forma en la que la matemática y
el arte pueden convivir. La forma en que la ciencia también esconde,
en un rincón escondido, una chispa de humanidad y de sinceridad.
Coronel
Lágrimas es una novela ambiciosa –contar la historia universal en
clave privada– en tiempos que los escritores, sobre todo los muy
jóvenes, quieren hablar sólo de ellos. Parece la obra de un autor
“maduro”. Sorprende cuando uno lee en la solapa que naciste en
1987.
–Cuando
releo la novela ahora, pienso que sí, que algo de ambición
desmedida tiene, pero que esa ambición salió precisamente de la
juventud. Es algo que me interesa de las primeras novelas: esa
ambición desmedida que a veces queda retratada en ellas. Cuando el
escritor, fuera del círculo de publicación y promoción, se atreve
a jugárselas todas. La batalla del escritor novato tiene poco que
ver con el sistema editorial, con los grupos literarios, con las
corrientes literarias. El novato, precisamente porque no ha entrado
todavía en el sistema literario, se puede dar el lujo de escribir
con la pretensión de que le habla directamente a la literatura.
Luego uno publica y se da cuenta de que es algo más cotidiano, un
acto mucho más social y normal. Publicar lo vuelve a uno humilde,
siento yo por así decirlo. Pero igual, me interesan los escritores
en cuya obra todavía sigue uno encontrando las huellas de esa
batalla épica que el escritor novel establece con la literatura.
Por otra
parte, creo que mientras escribía la novela tenía muy en mente que
quería escribir algo distinto a la llamada auto-ficción. Me
interesaba hablar de un hombre que contara su vida precisamente a
través del relato de una serie de vidas ajenas. Me gustaba la idea
de que a veces las cosas más privadas las contamos en clave, a
través de historias que poco tienen que ver con la nuestra.
Por
momentos el protagonista parece un personaje sacado de Las vidas
imaginarias de Marcel Schwob, o de Historia universal de la infamia
de Borges o de La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo
Wilcock. ¿Piensas que hay un eco de esos libros en la vida del
Coronel?
–Definitivamente.
Fueron textos que me marcaron mucho y que de cierta forma dejaron
huella en la escritura de la novela. Muchas veces pensé, mientras la
escribía, que el Coronel era una suerte de puesta en escena de un
Borges tragicómico, de un historiador vuelto autor que, como Juan
Roldolfo Wilcock, sabe muy bien que detrás de todo proyecto
enciclopédico se encuentra una gran carcajada. Creo que la figura de
la enciclopedia se vuelve muy vigente hoy día en nuestra época de
la información, donde la información se almacena bajo formas cada
vez más impresionantes, sin una utilidad clara ni una relación
inmediata a nuestras experiencias privadas. Me interesaba mucho eso:
la desconexión aparente que existe hoy día entre información y
experiencia. Creo que la novela es una exploración de las historias
que surgen de esta gran grieta entre el mundo de la información y el
de la experiencia.
Ricardo
Piglia ha dicho que eras su alumno más brillante. ¿Cómo era él
como maestro?
–Estudiar
con Ricardo Piglia fue una oportunidad única, para mí y para todos
los compañeros que lo tuvimos como profesor. Siempre recordaré que
detrás de todo lo que decía, uno podía encontrar la huella de una
pregunta muy sencilla pero central: ¿qué significa narrar? A veces,
cuando me pierdo un poco, regreso a esa pregunta básica y todo
vuelve a organizarse. Creo que todo texto pone en escena una
respuesta a esa pregunta. Como el gran autor y lector que es, Piglia
fue una presencia central en Princeton, un intelectual capaz de
mostrarnos que no había distinción exacta entre la crítica y la
ficción. Creo que eso fue central para muchos de nosotros, sobre
todo para todos aquellos que en secreto queríamos escribir ficción.
No hace falta que mencione su enorme generosidad, su entrega total
hacia la literatura y hacia sus estudiantes.
Colaboraste
en la antología 20-40, autores latinoamericanos radicados en EE.UU.
–Gracias a
la gentil invitación del escritor chileno Antonio Díaz Oliva y a la
editorial Suburbano, colaboré en el sexto número de la antología
20-40. La antología me parece excelente, siento que Estados Unidos
juega un papel relevante, hoy día, en la producción literaria
latinoamericana. Una suerte de oasis económico, dentro del cual –
a base de becas, trabajos precarios o estipendios académicos – los
nuevos escritores intentamos ganar tiempo para escribir, un poco a
escondidas. Colaboro con un cuento titulado “Hora Cero”, que
justo ocurre en Nueva York y que explora una de mis obsesiones
personales: el insomnio. El cuento anda en excelente compañía:
junto a “Podrías Escribir un Cuento de Música,” un cuento
potente en el que el escritor chileno Esteban Catalán explora la
relación padre/hijo, junto a “En Paz,” un relato siniestro y
sorprendente en el que Claudia Salazar Jiménez explora las fatales
consecuencias del tedio existencial y junto a “Short Stops,” el
excelente cuento tuyo, que a mi entender esboza la posibilidad de una
tenue línea de fuga en medio de un paisaje de precariedad absoluta.
Le agradezco a Antonio y a Suburbano haberme dado la oportunidad de
colaborar en esta antología que me parece necesaria y muy actual.
¿Cómo
es eso que Costa Rica y Puerto Rico son tus dos patrias?
–Nací en
Costa Rica, de padre costarricense y madre puertorriqueña. A los
siete años, me mudé a Puerto Rico y allí me quedé hasta que a los
dieciocho años, partí nuevamente, hacia California, esta vez a
completar mis estudios universitarios. Por asuntos lingüísticos, de
mi acento, que poco a poco fue perdiendo nacionalidad, en Costa Rica
todavía me consideraban caribeño y en Puerto Rico, centroamericano.
La doble patria fue mi forma privada de darme cuenta de que a fin de
cuentas lo que importaba para mí, más que mi identidad nacional,
era mi identidad continental. Estudiar en Estados Unidos ayudó a
reforzar esa sensación de que a fin de cuentas yo soy
latinoamericano. Algo lindo ha sido que ahora, luego de la
publicación de la novela, he retomado contacto con los escritores
tanto en Puerto Rico y Costa Rica. Me interesa mucho esa pensar la
forma en la que las tradiciones nacionales se complejizan al verse
“contaminadas” por tradiciones que en un principio le son
externas. Todo escritor, siento a veces, tiene dos patrias que
batallan entre sí, dos tradiciones divergentes cuyo diálogo o
polémica empuja el texto hacia delante, dándole fuerza.
Vera
Entrevista
Carlos Fonseca, Sub Urbano.net