Wednesday, January 15, 2014

Un seria killer argentino



Como Messi o el Papa Francisco, Ricardo Caputo nació en Argentina. Y como ellos, su popularidad la consiguió en el exterior, aunque la del mendocino, ciertamente, carezca de algún mérito. Por los datos que logré juntar, piezas sueltas de una personalidad escurridiza que vagó por los Estados Unidos y México, aquella noche de los ’90 Caputo debió entregarse a la policía. El canal público informaba que el asesino de cuatro mujeres era mendocino. Los medios nacionales no se hicieron esperar y con un ingenio chapucero lo nombraron “the lady killer”. Una corona que apenas describía al que ostenta el honor, para la crónica roja, de ser uno de los pocos asesinos seriales de la Argentina.

Con 19 años Caputo cambió su natal Mendoza por New York. Era una buena excusa empezar los ´70 en otra tierra y con otra vida. Y aunque no se destacaba en nada en particular, su bien más preciado era el de la juventud, la feliz inconsciencia que hace creer al que la posee que es capaz de todo. Su primera novia fue Natalie Brown. Trabajaba en el Marine Didland Bank, del midtown-Manhattan. Allí la conoció Caputo un día que fue a cambiar su cheque laboral del Barbizon Hotel donde limpiaba pisos de madrugada. La conquistó hablándole de su ciudad, a veces en inglés, ayudado con los gestos de su cara y las manos –resabio de su herencia italiana– y otras con palabras en español que sonaban extrañas para Natalie, pero fatalmente graciosas. Aunque fuera un spic, algo que no le gustaba a sus padres, ella hacía planes para casarse. Una noche en que discutieron, Caputo la apuñaló con un cuchillo de cocina. Las crónicas de la época aseguran que el argentino llamó a la policía y dijo: “Acabo de matar a mi novia”.

Por este crimen Caputo no fue a la cárcel: lo declararon esquizofrénico. Años antes, por decisión propia, se había acercado al hospital psiquiátrico El Sauce de Guaymallén, Mendoza. A los 7 años, confesó ante los médicos crédulos, un vecino lo había violado. En su casa vivía un infierno: su padrastro lo maltrataba y por las noches no podía dormir: escuchaba voces. Por ser inimputable terminó en un manicomio. No hace falta conocer uno de ellos en Estados Unidos para saber que estar allí es como vivir una pesadilla despierto. En medio de ese caos, conoció a una joven psicóloga, Judy Becker. Sería su segunda víctima.

Por sus contactos, ella logró que lo trasladaran a otro centro: así estarían más horas juntos, y Caputo podría poner su cabeza en calma, alejar aquellas voces. Parte de su tiempo lo ocupaba en escribir poemas y hacer retratos de Judy, quien creía que una mente como la del argentino podía olvidar el pasado, dejarlo por un momento en la recámara de los fracasos. Los que eligen vivir en otro país hacen ese tipo de cosas.

Caputo mató a su novia ahogándola con una media de nailon. Antes la había golpeado en la cama mientras las voces le decían que Judy no lo quería, que él era un paciente, solamente con algunos pocos privilegios. Tomó un Greyhound y se fue a la Costa Oste donde encontró el clima todavía relajado del hippismo en la ciudad de San Francisco. Se ganó la vida vendiendo baratijas de dudosa procedencia y haciendo retratos que los turistas compraban menos como un souvenir que como una dádiva al artista amateur. El segundo crimen le sirvió a los periódicos estadounidenses para hablar de una asesino serial. Caputo tuvo que cambiar de aspecto y de identidad. Se cortó el pelo y afeitó el bigote. Compró falsos social securities. De todos sus nombres – llegó a acumular 17– su preferido fue Ricardo Donoguier. Ante incautos norteamericanos, ese apellido podría pasar por francés. O en el peor de los casos, canadiense.

Una tarde que dibujaba retratos de viejos actores de Hollywood, se le acercó la documentalista Bárbara Taylor. Sería el último crimen que cometió en los Estados Unidos. Hablaron. Enseguida hubo química. Caputo le regaló un dibujo de Humphrey Bogart. Vivieron un tiempo juntos hasta que las peleas comenzaron. Caputo podía ser simpático y tener algo de charla, pero al lado de la educación de Barbara, todo era muy superficial. El argentino se marchó a Hawaii donde trabajó de camarero. Sin embargo un incidente, del que todavía hoy los datos son confusos, cortaría la estadía: fue acusado de intentar matar a una joven. De regreso en California, se encontró con Bárbara. Según el libro Love me to death, de la periodista Linda Wolfe, aquel 1975 Caputo mató a su novia destrozándole la cabeza con el taco de una bota texana.

Como muy pocos países limítrofes, la relación entre México y Estados Unidos siempre ha sido compleja, de rechazos y seducción. Una etapa en la vida para quien elige cruzar el borde. Durante casi una década Caputo se dio el gusto de pasar una y otra vez la frontera. Experimentó algo extraño: la felicidad. Y también, fiel a su naturaleza, el crimen. En el DF se enamoró de Laura Gómez: 23 años, estudiante, hija de un empresario del transporte. Caputo le confesó a Wolfe que Laura quería casarse con él. La policía encontró el cuerpo de la joven lleno de quemaduras de cigarrillos, con golpes en la cara y el cráneo destrozado. Pero lo que más resaltaron los periódicos fue que la víctima estaba embarazada.

Caputo, vaya saber con qué otra identidad, regresó a los Estados Unidos. En Los Ángeles se casó con una inmigrante cubana. Tuvieron dos hijos. En 1984 la mujer extrañamente desapareció. Con ese enigma sobre sus espaldas, Caputo otra vez huyó a México, pero eso era, como suele suceder, estar más cerca del final. En Guadalajara se enamoró de una joven llamada Susana. Escribo estas líneas desde esta ciudad en la que también fui o creo haber sido (y perdón por el adjetivo) feliz. Lo imagino caminando con su noviecita por el centro histórico –esa mezcla de barrio de Once con San Telmo de Buenos Aires– mientras cae la tarde y las luces de los faroles coloniales se encienden y ellos se prometen aquellas cosas que, aun cuando son mentiras, se sostienen por la pasión y por creer que ahora sí se comienza a vivir lo mejor, lo que a uno en definitiva le corresponde.

Caputo trabajó dando clases de inglés. Los alumnos lo recuerdan como un maestro afable, paciente ante la duda ajena. Vivían frugalmente, pero tenían proyectos: Chicago. En esa ciudad norteamericana pudieron ahorrar y alquilar una casa más grande para los cuatro hijos que muy pronto nacerían. Pero otra vez las voces comenzaron: ése era el verdadero problema. Caputo se desesperó, no quería volver a matar. La última fuga fue morderse los talones. Regresó a la Argentina. Aunque no hubiera conocido la famosa frase de Leonardo Sciascia, debe haberla sentido al llegar a Mendoza: “Quien ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver”.

A su familia le confesó los crímenes. Luego, por intermedio de un abogado en New York, el argentino urdió un plan: vender su nota en exclusiva a la cadena ABC. El dinero se lo repartirían entre él y el abogado, y lo restante quedaría para su madre en Mendoza. En 1994, ante las cámaras de televisión y en horario prime time Caputo contó su historia. A la salida del canal, lo estaban esperando. Ricardo Caputo recibió una sentencia de 25 años.

Muy poco tiempo permaneció en la cárcel de Attica. Una tarde de 1997, mientras jugaba un partido de básquet, el argentino sufrió un ataque cardíaco. Tenía 48 años.


                                                                                                                     Vera




Perfil de Ricardo Caputo, Nagari Magazine

Wednesday, January 1, 2014

Sobre Rodolfo Fogwill



La primera y última vez que vi a Rodolfo Fogwill fue en su velorio. Luego de casi 11 años de no visitar Argentina, había regresado un invierno. La excusa de la vuelta era una antología sobre los textos y ensayos que Andrés Calamaro había escrito durante los últimos 20 años. Había mucho material, sobre todo pre Internet, publicado en revistas under y periódicos desaparecidos, como Twist y Gritos, Pelo y Sur. Así que en esos días estuve en bibliotecas y archivos personales, en librerías y ferias como la del Parque Rivadavia. Trabajar en los archivos también fue regresar a la ineficacia de las instituciones que deben “preservar la memoria”; desidia mezclada con mate y charlas sobre la nada, competencia entre empleados municipales inútiles.

El clima de aquella Argentina, sin embargo, era muy distinto al que había dejado. En parte, yo era otro, y también el país. Me había ido a principios del nuevo siglo –es decir mucho antes de la gran crisis social y económica de diciembre del 2001, que finalmente sí fue televisada–, cuando reinaban aún los mecanismos que había instalado el gobierno de Menem en la década del ’90: una corrupción ostentosa, un aire sombrío sobre el humor de la gente, piquetes en las calles, desocupación.

Percibía, en cambio, un discurso político que se extendía incluso entre los más jóvenes –fui un veinteañero descreído de la política como ahora un treintañero descreído de todo sistema de poder–; el peronismo renacía –o volvía a mutar–; los que habían huido lentamente regresaban al país, ya sea porque entendieron que el resto del mundo puede vivir sin argentinos, o por esa suerte de nacionalismo que es la nostalgia, o para darle otra oportunidad al país, o ellos mismos. Y también había una efervescencia cultural –nuevas editoriales independientes, un circuito interesante de teatro off calle Corrientes y algunas publicaciones culturales sin tanto cliché: los escritores de los ’90 aspiraban a una reseña en…La Maga–, y creo, una vida de cafés, un diálogo que en otras partes del mundo, gracias a la prepotencia de las redes sociales, se estaba perdiendo.

Todo aquello me hizo volver a los primeros años de gobierno de Raúl Alfonsín. En el 2010 en Argentina había un clima de bienestar y eso traía consigo poca incertidumbre hacia el futuro. Los días que vienen son ganancia. Se lo comenté a Calamaro – él que sí había vivido aquella primavera–, mientras caminábamos hacia Avenida Las Heras. Sonrió ante mi mirada del país; nunca supe si ésta era una equivocación, otra más de mis eternas ingenuidades, o si lo mío era algo parcial, o peor, una mirada de extranjero.

***

Tal vez debería escribir que la primera y última vez que ví a Rodolfo Fogwill fue en su velorio, aunque no lo vi, estuve enfrente a él, ya que lo velaron a cajón cerrado. La muerte puede dar bronca o tristeza, o ambas, pero no coquetería. Para eso las autobiografías, el verdadero cadáver maquillado. Detrás del cajón, como una hermosa corona, había un retrato en que su mirada –verde y algo triste– se robaba la atención. A metros, una mesa con algunos libros, primeras ediciones: ejemplares de hojas marrones y húmedas. En la sala había unas sillas y la gente entraba y salía, se saludaba, intercambiaba algún comentario. Había tristeza, y también algo de trabajo, de encontrarse e intercambiar teléfonos, saber en “qué andaba el otro” para poder luego utilizarlo en propios trabajos. La gente de la cultura es inefable.

***

No voy a velatorios o entierros. Me parece inútil, y mucho menos creo en aquello del “último adiós”. Decía que la muerte me produce bronca y tristeza: la constancia de que la derrota siempre es inminente. Quizás algún día cambie de idea, aunque más no sea para alivianar los segundos de agonía. Claro que hay un orden en todo esto –no lo dudo– pero eso no quiere decir que lo que venga sea mucho mejor. ¿Por qué habría de serlo?

Fui por una amiga, periodista y escritora, que a la vez había sido amiga de Fogwill. En el jardín de la Biblioteca Nacional – en ese lugar fue todo el asunto– ella me presentó algunos escritores jóvenes, que ya no recuerdo sus nombres. Si, en cambio, que uno en especial tenía el rostro marcado por la tristeza de la muerte del amigo. A un par de metros, había otros autores, de la generación posterior a la de Fogwill.

Las siento como islas dispersas en sus creaciones, sin una conexión de temas o estilos, sólo las unen las mismas aguas, las de la literatura argentina. A esas islas Fogwill las acercó un poco más. No había mucha gente de la edad del autor de Los pichiciegos: la mayoría terminó por comprometerse con la vida burguesa: el diario en las mañanas y el ahorro en dólares. Que los escritores jóvenes y aquellos con casi cincuenta años estuvieran en un mismo lugar, era toda una lección: un autor no debe escribir para su generación sino que debe hacerlo para el futuro. Allí encuentra a sus lectores. Allí, como en la vida: se la entiende (si acaso) de adelante para atrás.

***

El día del velorio de Fogwill lo terminamos en el barrio chino de Belgrano. Deambulamos por sus calles como un intento de soportar el atardecer. En casa de mi amiga tomamos vino blanco, conversamos, leímos los poemas de Canción de paz. Y finalmente dormimos juntos.

Algo de todo aquello, no le hubiera disgustado a Fogwill.



                                                                                                               Vera




Crónica Sobre Rodolfo Fogwill, Sub-Urbano

El silencio es salú!