La primera y
última vez que vi a Rodolfo Fogwill fue en su velorio. Luego de casi
11 años de no visitar Argentina, había regresado un invierno. La
excusa de la vuelta era una antología sobre los textos y ensayos que
Andrés Calamaro había escrito durante los últimos 20 años. Había
mucho material, sobre todo pre Internet, publicado en revistas under
y periódicos desaparecidos, como Twist y Gritos, Pelo y Sur. Así
que en esos días estuve en bibliotecas y archivos personales, en
librerías y ferias como la del Parque Rivadavia. Trabajar en los
archivos también fue regresar a la ineficacia de las instituciones
que deben “preservar la memoria”; desidia mezclada con mate y
charlas sobre la nada, competencia entre empleados municipales
inútiles.
El clima de
aquella Argentina, sin embargo, era muy distinto al que había
dejado. En parte, yo era otro, y también el país. Me había ido a
principios del nuevo siglo –es decir mucho antes de la gran crisis
social y económica de diciembre del 2001, que finalmente sí fue
televisada–, cuando reinaban aún los mecanismos que había
instalado el gobierno de Menem en la década del ’90: una
corrupción ostentosa, un aire sombrío sobre el humor de la gente,
piquetes en las calles, desocupación.
Percibía,
en cambio, un discurso político que se extendía incluso entre los
más jóvenes –fui un veinteañero descreído de la política como
ahora un treintañero descreído de todo sistema de poder–; el
peronismo renacía –o volvía a mutar–; los que habían huido
lentamente regresaban al país, ya sea porque entendieron que el
resto del mundo puede vivir sin argentinos, o por esa suerte de
nacionalismo que es la nostalgia, o para darle otra oportunidad al
país, o ellos mismos. Y también había una efervescencia cultural
–nuevas editoriales independientes, un circuito interesante de
teatro off calle Corrientes y algunas publicaciones culturales sin
tanto cliché: los escritores de los ’90 aspiraban a una reseña
en…La Maga–, y creo, una vida de cafés, un diálogo que en otras
partes del mundo, gracias a la prepotencia de las redes sociales, se
estaba perdiendo.
Todo aquello
me hizo volver a los primeros años de gobierno de Raúl Alfonsín.
En el 2010 en Argentina había un clima de bienestar y eso traía
consigo poca incertidumbre hacia el futuro. Los días que vienen son
ganancia. Se lo comenté a Calamaro – él que sí había vivido
aquella primavera–, mientras caminábamos hacia Avenida Las Heras.
Sonrió ante mi mirada del país; nunca supe si ésta era una
equivocación, otra más de mis eternas ingenuidades, o si lo mío
era algo parcial, o peor, una mirada de extranjero.
***
Tal vez
debería escribir que la primera y última vez que ví a Rodolfo
Fogwill fue en su velorio, aunque no lo vi, estuve enfrente a él,
ya que lo velaron a cajón cerrado. La muerte puede dar bronca o
tristeza, o ambas, pero no coquetería. Para eso las autobiografías,
el verdadero cadáver maquillado. Detrás del cajón, como una
hermosa corona, había un retrato en que su mirada –verde y algo
triste– se robaba la atención. A metros, una mesa con algunos
libros, primeras ediciones: ejemplares de hojas marrones y húmedas.
En la sala había unas sillas y la gente entraba y salía, se
saludaba, intercambiaba algún comentario. Había tristeza, y también
algo de trabajo, de encontrarse e intercambiar teléfonos, saber en
“qué andaba el otro” para poder luego utilizarlo en propios
trabajos. La gente de la cultura es inefable.
***
No voy a
velatorios o entierros. Me parece inútil, y mucho menos creo en
aquello del “último adiós”. Decía que la muerte me produce
bronca y tristeza: la constancia de que la derrota siempre es
inminente. Quizás algún día cambie de idea, aunque más no sea
para alivianar los segundos de agonía. Claro que hay un orden en
todo esto –no lo dudo– pero eso no quiere decir que lo que venga
sea mucho mejor. ¿Por qué habría de serlo?
Fui por una
amiga, periodista y escritora, que a la vez había sido amiga de
Fogwill. En el jardín de la Biblioteca Nacional – en ese lugar fue
todo el asunto– ella me presentó algunos escritores jóvenes, que
ya no recuerdo sus nombres. Si, en cambio, que uno en especial tenía
el rostro marcado por la tristeza de la muerte del amigo. A un par de
metros, había otros autores, de la generación posterior a la de
Fogwill.
Las siento
como islas dispersas en sus creaciones, sin una conexión de temas o
estilos, sólo las unen las mismas aguas, las de la literatura
argentina. A esas islas Fogwill las acercó un poco más. No había
mucha gente de la edad del autor de Los pichiciegos: la mayoría
terminó por comprometerse con la vida burguesa: el diario en las
mañanas y el ahorro en dólares. Que los escritores jóvenes y
aquellos con casi cincuenta años estuvieran en un mismo lugar, era
toda una lección: un autor no debe escribir para su generación sino
que debe hacerlo para el futuro. Allí encuentra a sus lectores.
Allí, como en la vida: se la entiende (si acaso) de adelante para
atrás.
***
El día del
velorio de Fogwill lo terminamos en el barrio chino de Belgrano.
Deambulamos por sus calles como un intento de soportar el
atardecer. En casa de mi amiga tomamos vino blanco, conversamos,
leímos los poemas de Canción de paz. Y finalmente dormimos juntos.
Algo de todo
aquello, no le hubiera disgustado a Fogwill.
Vera
Crónica
Sobre Rodolfo Fogwill, Sub-Urbano