Monday, October 27, 2014

Ricardo Barreda, el odontólogo furioso











El trago de cerveza refrescó la garganta de Ricardo Barreda. Había sido un día demasiado largo, el domingo más agotador que había soportado el odontólogo argentino en sus 56 años de vida.

Pocas horas antes había estado con su amante Hilda Bono en un motel. Las sábanas sucias, la precariedad del edificio, lo furtivo de esa relación contrastaba con aquel odontólogo: un hombre gris, tan callado como cortes, con ese aspecto de hombre bueno que le daban sus anteojos de lentes gruesos y su andar sereno.

Hilda era tarotista –según Barreda la mejor–, la mujer que no malentendía las entrelíneas del azar. Las cartas siempre mencionaban un futuro trabado, una gruesa telaraña que el hombre debía desenredar.

Aunque Barreda se había separado hacía años, la situación económica y el “qué dirán” de los vecinos habían obligado a Gladys McDonald junto a sus hijas Cecilia y Adriana a dejar el pequeño departamento en que vivían y volver a la antigua casa familiar ubicada en el centro de la ciudad de La Plata. Allí el odontólogo tenía su consultorio. Dormía en un pequeño cuarto que comunicaba a una entrada separada de la principal del edificio.

Cuando no tenía pacientes, el hombre se dedicaba a otras tareas en la casa, como limpiar y arreglar el comedor o las habitaciones de las cuatro mujeres, ya que para entonces su ex suegra, Elena Arreche, vivía con ellos.

Todos los días puntualmente a las cinco de la tarde, inclusive, Barreda traía la bandeja de té con scones y la dejaba sobre la mesa del comedor donde las mujeres más grandes de la familia hablaban de lo que habían visto en los programas de farándula. Para su ex esposa, de apellido inglés, la ceremonia del té era algo inalterable.

Si alguna de las mujeres veía algo sucio en el hogar no dudaba en exigirle a Barreda que lo limpiara. No solían llamarlo por su nombre, preferían darle adjetivos que lo denigraban día a día. El odontólogo contenía el odio y seguía como siempre callado, observando fríamente a las mujeres.

Aquel domingo interminable de 1992 Barrreda le dijo a Hilda en la cama que había ido a visitar a sus padres al cementerio. Los extrañaba horrores, la mujer lo sabía muy bien. En el camposanto el hombre dejó rosas amarillas –las preferidas de su madre– y por un rato se quedó al lado de la tumba.

Barreda también le dijo a su amante que horas antes había dado una vuelta por el zoológico. Le gustaba darle de comer a las jirafas, reírse de los monos, perderse entre las familias felices de domingo.

En un momento, como al pasar, le comentó los hechos de la mañana, la manera en que había comenzado ese día agotador. Barreda tenía como rutina escuchar las noticias de la radio mientras acomodaba el consultorio. Parecía de buen humor hasta que su ex esposa volvió con los insultos. Le ordenó que limpiara los muebles del comedor. Barreda obedeció, era lo único que sabía hacer, aunque ya cansaba.

Fue hasta el armario y encontró la escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16.5 que su ex suegra Arreche le había traído de Europa. El arma brilló como una revelación. Sin pensarlo más, Barreda acribilló a Gladys y a su hija en la cocina. Bajó las escaleras y encontró a su ex suegra, que al verlo intentó huir pero de nada sirvió: la anciana rodó con el impulso de las balas contra su cuerpo hasta la planta baja. Cecilia, la que era su hija preferida, no tuvo tiempo de salir a la calle. Su padre le dio un tiro en el pecho.

Barreda pagó la cerveza y abandonó el bar. Era de noche, pero el domingo todavía no había terminado. Debía hacer algunas cosas como regresar a su hogar y desparramar papeles, tirar libros, desacomodar los muebles. Simular un robo que se había vuelto una masacre. Llamó a la ambulancia que llegó mucho más tarde que la policía. Ante ellos el hombre contó su tragedia. Pero no era buen actor.

En 1995 Ricardo Barreda fue condenado a reclusión perpetua por triple homicidio calificado y homicidio simple. Sólo el 29 de marzo de 2011 obtuvo la libertad condicional y se fue a vivir junto a su novia Berta Pochi André –que conoció a través de las cartas que se intercambiaron mientras el asesino estaba en prisión– al tradicional barrio de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Hoy el odontólogo Barreda es parte de la cultura popular argentina. Bandas de rock le dedicaron canciones como libros periodísticos y programas de televisión han tratado el caso.

Habitualmente se lo puede ver a Barreda caminar por las calles de Belgrano. Algunos vecinos han confesado a la prensa que le tienen miedo, mientras otros lo saludan y le dan demostraciones de afecto. Barreda prosigue en silencio, con su eterno andar sereno. Parece  un hombre feliz.


                                                                                                                              

                                                                                                              Vera



Ricardo Barreda, el odontólogo furioso. El Club de los Asesinos (Caliente Semanal)