Todas los días a las 11 de la mañana Carlos Victoria levantaba el
teléfono. Sabía muy bien el motivo de la
llamada, pero por cortesía a su amigo no rechazaba aquel extraño rito: del otro
lado la voz cansada y ronca de siempre le anunciaba que se iba a matar.
La madre y los contados amigos que Rosales tuvo en vida también
sabían de voluntades y así lograron salvar algunos escritos y reeditar lo poco
que el autor publicó en vida. Esos pocos textos bastan.
Rosales escribió Boarding Home en Miami y la presentó en la
primera edición del premio Letras de Oro. El jurado estaba compuesto por
Octavio Paz, que todavía no había ganado el Nobel pero su nombre, como alguna vez le había sucedido
a Borges sin suerte, circulaba entre los
académicos suecos. A la ceremonia –que auspiciaba American Express– Rosales fue
de smoking (alquilado) y compartió mesa con el poeta azteca.
Esa noche de 1987 Rosales logró dejar de lado la enfermedad que lo
torturaba y disfrutar su primer reconocimiento en Estados Unidos, que era el
segundo que había tenido en su vida. En
la década del sesenta cuando trabajaba de periodista y era como otros jóvenes
cubanos creyentes de una revolución de la nada,
El Juego de la Viola –que se publicó póstumamente en Estados
Unidos– fue finalista del premio Casa de las Américas.
Boarding Home es una novela desesperada
y cruel –“una mirada al horror desde los ojos de la víctima”, escribió José Abreu
Felippe–, una obra que es el testimonio oscuro del emigrado. La trama de la
novela es sencilla: William Figueras, un escritor cubano sin obra, llega a un boarding home. Estos sitios, hasta
donde sé por suerte inéditos en América latina, poseen algunas característica
particulares: alojan desde jubilados pobres o sin familia (o que ya no pueden
cuidar de ellos o ni les interesa) hasta ex convictos, locos, adictos
irrecuperables. Son casas particulares que
soportan remodelaciones incómodas de dueños que, pagando una licencia
estatal, tienen vía libre para un negocio seguro. A falta de un Estado que
protega mínimamente lo más delgado de la sociedad, un boarding home es un deposito de olvidados que
con resignación se enfrentan a la estupidez humana.
En la novela hay una crítica, inevitable, a los dos sistemas –¿hace
falta nombrarlos?– que han cruzado el siglo XX y buena parte del XXI. El boarding home es una isla de locos,
entiende Figueras, no menos absurda y ruin que la que ha creído dejar en Cuba
(de las pesadillas que en la noche lo
atacan al protagonista, algunas tienen la escenografía de La Habana y a un
Fidel Castro de rozagante mortandad).
La suerte de la novela, sin embargo, tuvo el destino de los grandes
libros malditos: un camino difícil que sólo el tiempo logró aligerar. La obra se editó por un pequeño sello, aunque
no se cumplió con la otra parte del premio, que era su publicación en inglés.
Después de la muerte Rosales, la novela
se reeditó por la exquisita editorial española Siruela; Actes Sud la
publicó en francés y New Directions hizo lo suyo en inglés.
Como casi todas las obras escritas por autores latinoamericanos en
los Estados Unidos, Boarding Home tiene un lenguaje fronterizo, un
español con acento, partículas de un inglés de extranjero.
Guillermo Rosales llegó a Miami, previo paso por Madrid, en 1980.
Ese mismo año Carlos Victoria y Reinaldo Arenas bajaron del Mariel. En Antes
que anochezca Arenas se ríe de “las damas poetisas” que le aconsejaban hacerse business cards y entregarlas en
cuanto evento concurriera. Arenas no soportó la
asfixia doméstica de Miami, que ya acogía una buena cantidad de
refugiados cubanos, y se marchó a New York, para vivir por temoradas, porque a
menudo regresó a Miami donde tenía amigos y familiares. Hizo una obra. Cuando el Sida perforó su salud y el alma,
Arenas se suicidó.
En Miami Carlos Victoria logró escribir las historias que no pudo en
Cuba. No sé si fue “feliz”, pero al menos nadie lo echó de ningún lado, como
sí lo hicieron de la Universidad de La Habana por “diversionismo ideológico”.
Como Arenas, muchos de sus manuscritos fueron confiscados. Dentro de su
obra, Puente en la oscuridad ganó
el premio Letras de oro 1993, que esta vez sí
cumplió con lo prometido. Su novela La travesía secreta
–seleccionada en el 2001 como Mejor Libro Extranjero en Francia– está dedicada
a Rosales y Arenas.
Victoria trabajó como periodista en el mismo diario en el que suelo
escribir. En la redacción de El Nuevo
Herald –que ahora aparece en Back to blood, la novela de Tom Wolfe – en
más de una ocasión hablé sobre él con el
escritor Andrés
Hernández Alende. Alguna vez, cuando invoqué su nombre
en la biblioteca pública del downtown,
un empleado me comentó que allí Victoria leía en francés En busca del
tiempo perdido.
En estos tres destinos, amargos y acaso luminosos sólo a través de
la literatura que imaginaron, creo leer
una novela, una novela cubana que se estira en el tiempo y que a diferencia de
otras, deseo que algún día tenga fin.
Vera