Monday, July 21, 2014

La novela cubana sin fin


Todas los días a las 11 de la mañana Carlos Victoria levantaba el teléfono. Sabía muy bien el motivo de  la llamada, pero por cortesía a su amigo no rechazaba aquel extraño rito: del otro lado la voz cansada y ronca de siempre le anunciaba que se iba a matar.

 Guillermo Rosales sabía de voluntades: desde su juventud en Cuba escribía y quemaba sus manuscritos. Ahora en Miami que la esquizofrenia minaba su vida, no podía cambiar de hábitos.

La madre y los contados amigos que Rosales tuvo en vida también sabían de voluntades y así lograron salvar algunos escritos y reeditar lo poco que el autor publicó en vida. Esos pocos textos bastan. 

Rosales escribió Boarding Home en Miami y la presentó en la primera edición del premio Letras de Oro. El jurado estaba compuesto por Octavio Paz, que todavía no había ganado el Nobel pero  su nombre, como alguna vez le había sucedido a Borges sin suerte,  circulaba entre los académicos suecos. A la ceremonia –que auspiciaba American Express– Rosales fue de smoking (alquilado) y compartió mesa con el poeta azteca.

Esa noche de 1987 Rosales logró dejar de lado la enfermedad que lo torturaba y disfrutar su primer reconocimiento en Estados Unidos, que era el segundo que había tenido en su vida.  En la década del sesenta cuando trabajaba de periodista y era como otros jóvenes cubanos creyentes de una revolución de la nada,  El Juego de la Viola –que se publicó póstumamente en Estados Unidos– fue finalista del premio Casa de las Américas. 

Boarding Home es una novela desesperada y cruel –“una mirada al horror desde los ojos de la víctima”, escribió José Abreu Felippe–, una obra que es el testimonio oscuro del emigrado. La trama de la novela es sencilla: William Figueras, un escritor cubano sin obra,  llega a un boarding home. Estos sitios, hasta donde sé por suerte inéditos en América latina, poseen algunas característica particulares: alojan desde jubilados pobres o sin familia (o que ya no pueden cuidar de ellos o ni les interesa) hasta ex convictos, locos, adictos irrecuperables. Son casas particulares que  soportan remodelaciones incómodas de dueños que, pagando una licencia estatal, tienen vía libre para un negocio seguro. A falta de un Estado que protega mínimamente lo más delgado de la sociedad, un  boarding home es un deposito de olvidados que con resignación se enfrentan a la estupidez humana.

En la novela hay una crítica, inevitable, a los dos sistemas –¿hace falta nombrarlos?– que han cruzado el siglo XX y buena parte del XXI.  El boarding home es una isla de locos, entiende Figueras, no menos absurda y ruin que la que ha creído dejar en Cuba (de las pesadillas que en  la noche lo atacan al protagonista, algunas tienen la escenografía de La Habana y a un Fidel Castro de rozagante mortandad).

 Boarding Home es una de las mejores novelas que se han escrito en español en los Estados Unidos. Ese privilegio le toca directo a Miami: la ciudad ya tiene un clásico en su biblioteca.

La suerte de la novela, sin embargo, tuvo el destino de los grandes libros malditos: un camino difícil que sólo el tiempo logró aligerar.  La obra se editó por un pequeño sello, aunque no se cumplió con la otra parte del premio, que era su publicación en inglés. Después de la muerte Rosales, la novela  se reeditó por la exquisita editorial española Siruela; Actes Sud la publicó en francés y New Directions hizo lo suyo en inglés.

Como casi todas las obras escritas por autores latinoamericanos en los Estados Unidos, Boarding Home tiene un lenguaje fronterizo, un español con acento, partículas de un inglés de extranjero.

Guillermo Rosales llegó a Miami, previo paso por Madrid, en 1980. Ese mismo año Carlos Victoria y Reinaldo Arenas bajaron del Mariel. En Antes que anochezca Arenas se ríe de “las damas poetisas” que le aconsejaban  hacerse business cards y entregarlas en cuanto evento concurriera. Arenas no soportó la  asfixia doméstica de Miami, que ya acogía una buena cantidad de refugiados cubanos, y se marchó a New York, para vivir por temoradas, porque a menudo regresó a Miami donde tenía amigos y familiares. Hizo una obra.  Cuando el Sida perforó su salud y el alma, Arenas  se suicidó.

En Miami Carlos Victoria logró escribir las historias que no pudo en Cuba. No sé si fue “feliz”, pero al menos nadie lo echó de ningún lado, como sí lo hicieron de la Universidad de La Habana por “diversionismo ideológico”. Como Arenas, muchos de sus manuscritos fueron confiscados. Dentro de su obra,  Puente en la oscuridad ganó el premio Letras de oro 1993, que esta vez sí  cumplió con lo prometido. Su novela La travesía secreta –seleccionada en el 2001 como Mejor Libro Extranjero en Francia– está dedicada a Rosales y Arenas.

Victoria trabajó como periodista en el mismo diario en el que suelo escribir. En  la redacción de El Nuevo Herald –que ahora aparece en Back to blood, la novela de Tom Wolfe – en más de una ocasión hablé sobre él con  el escritor Andrés Hernández Alende. Alguna vez, cuando invoqué su nombre en la biblioteca pública del downtown,  un empleado me comentó que allí Victoria leía en francés En busca del tiempo perdido.

 La mañana del 9 de julio de 1993 Carlos Victoria no recibió ningún llamado. No hizo falta que le avisaran que Rosales finalmente se había pegado un tiro en la cabeza. Cuatro años después en el Hospital Palmetto de la ciudad de Hialeah, Victoria, cansado de luchar contra un cáncer de colon,  moría por una sobredosis de barbitúricos.

En estos tres destinos, amargos y acaso luminosos sólo a través de la literatura que imaginaron, creo  leer una novela, una novela cubana que se estira en el tiempo y que a diferencia de otras, deseo que  algún día tenga fin.


                                                                                                         

                                                                                                                          Vera


Sobre Rosales, Arenas y Victoria. Sub-urbano.com

Friday, July 18, 2014

John Wayne Gacy, el payaso asesino


John Wayne Gacy era uno de los hombres más respetados de su comunidad. Como empresario, dueño de P.D.M. Contractors, había logrado un excelente pasar económico. El poder que suele dar el dinero, a John, no lo había cambiado: era generoso, siempre con predisposición para escuchar al otro, para darle inclusive abultados cheques para calmar los problemas. En sus ratos libres, que sabía encontrar, visitaba los hospitales públicos de Chicago.

Para esas ocasiones se disfrazaba de payaso. El mismo había aprendido a maquillarse, a delinear una gran sonrisa roja que los chicos adoraban. Había inventado un personaje, Pogo, el payaso. En resumen, la figura de aquel hombre corpulento de hombros anchos y mirada triste era proporcional a su trato amable, a su infinita bondad. 

 La tarde del 21 de diciembre de 1978 no sólo la ciudad de Chicago sino el país entró en shock: en una casa del suburbio de Norwood Park, cercano al aeropuerto internacional, la policía había encontrado enterrados en el garaje, en la cocina, alrededor del jardín más de una veintena de cuerpos.  Los cadáveres –en investigaciones ulteriores al río Des Plaines la cifra terminó en 33–  eran de adolescentes y jóvenes. De esta manera John Wayne Gacy, con tan solo 36 años, se convertía en el mayor asesino serial de la historia de los Estados Unidos. 

 Entre 1972 y 1978 Gacy mantuvo como una obsesión que en verdad lo era, la rutina de deambular  arriba de su Oldsmobile negro por las noches de Chicago. Así elegía a sus víctimas, muchas de ellas taxi boys del área de Bughouse Square o simplemente  muchachos que habían escapado de sus hogares y esperaban en las estaciones de trenes o hacían autoestop  para que alguien los llevase a un viaje a ninguna parte.

A veces, Gacy tuvo que amenazarlos con un revolver o decirles que era de la policía de narcóticos, pero otras, apenas bastó su amabilidad y voz serena –cualidad que permaneció inalterable aun en prisión– que prometía trabajo y comida caliente para que esos jóvenes aceptaran su compañía. Allí  entonces, en la residencia marcada con el 8213 de West Summerdale, esos muchachos sentían que  penetraban en otro mundo, en uno de confort y cuidado.  

Gacy les cocinaba, les ofrecía alcohol y marihuana, les mostraba su colección de films eróticos.  En algún momento de la noche la generosidad se volvía un juguete roto.

Los jóvenes eran esposados, forzados a tener sexo mientras Gacy los torturaba, les daba golpes con manoplas o les introducía objetos. Luego los estrangulaba con un torniquete. En algunas ocasiones, Gacy mató a dos jóvenes en una noche. Para que los cadáveres no desprendieran un olor nauseabundo, a veces los rociaba con ácido y otras con lavandina. Luego los enterraba en tumbas de un pie de profundidad.
 
Alguna vez, los vecinos escucharon gritos durante la noche. La policía visitó el domicilio de Gacy pero nunca sospechó nada.

Los crímenes se descubrieron por la denuncia de una madre. Su hijo había desaparecido. Lo  último que le había dicho es que se iba a la casa de un tal Gacy en el 8213 de West Summerdale con la esperanza de conseguir  trabajo. La policía, esta vez, fue con una autorización para revisar la casa. En el baño un oficial sintió un perfume extraño. Recordó que era muy similar al que olía cada vez que visitaba la morgue.

John Wayne Gacy –ahora bautizado por la prensa como “El payaso asesino”– fue ejecutado en 1994. De los 24 años que pasó en la cárcel, mientras recibía cartas de todo tipo de personas, desde las que creían en su inocencia a familiares de la víctimas como de reporteros que deseaban una entrevista –Oprah Winfrey le envió una carta de puño y letra– Gacy mantuvo inalterable otra de sus pasiones: pintar retratos hermosos de payasos tristes.
 

                                                                                                                    Vera

 

John Wayne Gacy, el payaso asesino. El Club de los Asesinos (Caliente Semanal)

Thursday, July 3, 2014

Aileen Wuornos, la asesina de la carretera


 
Cuando Aileen Wuornos conoció a Tyria Moore en aquel bar gay de Daytona Beach sintió que  por primera vez a alguien le importaba su vida. Hasta ese momento todo había sido una sucesión de oscuro dolor. El padre, al que Aileen nunca conoció,  terminó ahorcándose en un celda mientras cargaba varias condenas por abusador de menores. Con tan solo cuatro años de edad ella y su pequeño hermano Keith sufrieron el abandono de su madre, y los niños fueron adoptados legalmente por sus abuelos en 1960.  

Lauri and Britta Wuornos resultaron la peor pesadilla para los pequeños. No sólo su abuela era una alcohólica, lo que hacía que estuviera tirada en la cama por días sin importarle la suerte de los niños, sino que su esposo sacaba provecho de la situación para golpear a  Aileen con un cinturón de cuero, obligarla a desvestirse y finalmente violarla.

Para cuando la niña cumplió 11 años ya había tenido sexo con los amigos de su vecindario a cambio de cigarrillos, cerveza, marihuana o lo que sea. Con su hermano  Keith fue distinto: no necesitó darle nada. 

Aileen quedó embarazada de un amigo de su abuelo. El viejo Lauri no soportó la humillación de que no fuera él quien perpetuara su sangre. Al niño lo dio en adopción y a ella la echó de la casa. Con quince años la adolescente emprendió un vagabundeo de subsistencia. Dormía en casas abandonadas, se dedicaba a pedir limosna, a robar en las tiendas, a la prostitución.

Cuando Aileen Wuornos conoció a Tyria Moore en aquel bar gay de Daytona Beach no sólo sintió que por primera vez a  alguien le importaba su vida sino que el ser humano es capaz de soportar demasiado dolor. Lo que no sospechaba, no lograba entender ahora  esa mujer de treinta años de infierno, es que las heridas profundas supuran irremediablemente un veneno letal.
Aileen  convenció a la muchacha que dejara su trabajo de limpieza en un hotel de la playa.  Lo que ganaba como prostituta no era mucho, pero ya tenía planes más redituables.

Una noche de noviembre de 1989 en que la mujer rondaba  como siempre la carretera interestatal en busca de clientes, se topó con Richard Mallory. El hombre de  51 años era dueño de una tienda de productos electrónicos en Clearwater, Florida. Arreglaron el precio, aunque Mallory no pudo descargar su deseo: fue la prostituta, en cambio, la que vació el cargador de su arma. 

 Nadie lloró la muerte Mallory. La policía descubrió que era un pederasta con un largo récord criminal.  

No sucedió lo mismo con la segunda víctima, David Spears, de 43 años, trabajador de la construcción en Winter Garden, Florida, ni con Peter Siems, un jubilado de 65 al que todos respetaban por tener una activa participación en la iglesia de su comunidad. Ni con los otros cuatro hombres que fueron hallados semi desnudos en el bosque o adentro de sus autos, con varios tiros en el cuerpo. Había una modalidad en los crímenes que hizo alertar a la policía que un nuevo asesino serial andaba suelto. 

Por la declaración de testigos que vieron a dos mujeres conducir un coche a alta velocidad y por las huellas dactilares que la policía encontró en la puerta del vehículo cuando éste fue abandonado, la identidad del asesino se reveló: Aileen Wuornos.

 Para ese entonces Tyria Moore la había abandonado. La policía dio con su paradero y llegó a un acuerdo: si confesaba en dónde Aileen se refugiaba, ningún cargo tendría que enfrentar. 

Tyria compartió una cerveza con su ex pareja por última vez en el bar The Last Resort, de Port Orange, Florida, en enero de 1991.

Aileen Wuornos –para muchos la primera asesina serial de los Estados Unidos– fue ejecutada por inyección letal el 9 de octubre del 2002.

 Descanse en paz.   

 

                                                                                            Vera

 

Aileen Wuornos, la asesina de la carretera. El Club de los Asesinos (Caliente Semanal)