Hace poco leía un artículo de Patricio Pron sobre esa costumbre enraizada en la cultura argentina de expulsar autores hacia otros países donde continúan su obra, muchas veces en otro idioma –por lo general en francés. El escritor de La vida interior de las plantas de interior enumeraba algunos artistas como Juan Rodolfo Wilcock, Copi, María Cecilia Barbetta y Héctor Bianciotti. Sobre el autor nacido en Córdoba en 1930 y fallecido en París en el 2012, agregaba “se piense de este último lo que se piense”. Esa frase hizo ruido en mi cabeza. ¿Qué es lo que se piensa de Bianciotti? ¿Qué es lo que yo pienso de este autor que tras vivir más de veinte años en Francia decidió, luego recibir la ciudadanía de ese país, escribir sólo en francés?
Héctor Bianciotti es una figura incómoda en la literatura argentina, y me atrevería a extender esa sensación hacia la latinoamericana. Salvo el librito de poemas Salmo en las calles, el resto de su obra la publicó primero en el extranjero. Bianciotti escribía en un español afectado, con la pesada (y temeraria) influencia de Marcel Proust. Hay máximas y análisis minuciosos de los sentimientos, una voluntad por practicar la novela psicológica. Algunas de sus historias pasan en mansiones europeas o norteamericanas, como en la pampa argentina. Poco en su literatura tiene un color local que se pueda adherir a los autores del Boom. No hay ideología de izquierda. Es un escritor solitario que desde París construyó una obra mientras se metía en el círculo influyente del aparato cultural francés, en trabajos como lector para la editorial Gallimard y crítico literario en las revistas La Quinzaine Littéraire, Le Nouvel Observateur y el periódico Le Monde.
En los años de ebullición editorial que dio el Boom y la onda expansiva que llegó a los '70 arrastrando a autores menores, Bianciotti ganó el premio Médicis a la novela extranjera por La busca del jardín, pero ese hecho tampoco consiguió colocarlo en el radar de las publicaciones ni universidades de América Latina. Con su primera novela escrita en francés, Sans la miséricorde du Christ (Sin la misericordia de Cristo), consiguió el Premio Femina 1985.
Hay algo que siempre molestó de Bianciotti en los círculos literarios argentinos. En cada oportunidad que tuvo, no dudó en declarar el carácter provinciano de la literatura del Río de la Plata. Salvo Borges, Silvina Ocampo, Silvia Baron Supervielle, Juan Rodolfo Wilcock y uno que otro autor, Argentina estaba enclavada en la barbarie y en una historia breve y violenta. Para el escritor cordobés, Europa y más puntualmente Francia, era el sinónimo de la civilización. Sus abuelos piamonteses habían emigrado a “la América” por un futuro menos difícil, pero una vez instalados en la pampa argentina, sólo habían cosechado una vida minúscula, que se mimetizó con la chatura del paraje salvaje. Con su viaje a Europa, Bianciotti encausaba ese destino que había ido en un momento en zig zag. Bianciotti regresaba a casa.
Una tarde de 1955 en Plaza San Martín, de la ciudad de Buenos Aires, el escritor se topó con Wilcock –otro que en su nueva vida en Italia abandonaría definitivamente el español por la lengua de su país adoptivo. Al verlo, el autor de La sinagoga de los iconoclastas le disparó: “Si no te vas de este país ahora, estás perdido para siempre. Hay un barco que parte para Italia, no es caro, dentro de veinticinco días. Tus amigos pueden organizar un espectáculo y reunir el dinero del pasaje. Yo me voy en él”.
Ningún encuentro es casual. Con el tiempo entendemos bien que había un motivo. Las palabras de Wilcock detonaron las ganas íntimas de ese joven de veinticinco años de alejarse de la Argentina: su estadía en Buenos Aires, donde trabajó ocasionalmente como actor y modelo, y padeció la persecución policial por ser homosexual, fue la última prueba que el país no era para él. A los pocos días encontró a Wilcock en la cubierta del barco que leía plácidamente The Old Man and the Sea en una edición de la revista Esquire.
Los años en Argentina como los posteriores en Europa, primero en Italia, donde trabajó en una inmobiliaria y en la radio –un compañero celoso lo delató ante las autoridades por no tener papeles–, luego su breve estadía en la España de Franco en la que actuó como extra en algunos films, para recaer finalmente en París, se cuentan detalladamente en los tres volúmenes de su autobiografía –o autoficción, como Bianciotti prefería decir–: Ce que la nuit raconte au jour (Lo que la noche le cuenta al día), Le Pas si lent de l’amour (El paso tan lento del amor) y Comme la trace de l’oiseau dans l’air (Como la huella del pájaro en el aire).
Si en sus novelas no descubrí mayores momentos interesantes, al leer estos tres libros –traducidos con delicadeza por Ernesto Schoo–, en cambio, encontré una alianza entre la belleza que debe tener toda obra y el espíritu de dejar constancia de una experiencia. A través de la escritura, Bianciotti se confiesa y a la vez reflexiona sobre el hambre que padeció en sus primeros años en Europa, sobre los encuentros con otros autores que moldearan su vida –Borges, Angelo Rinaldi–, la miserias humanas, la voluntad por ser aquello que aspiraron sus sueños en Argentina: un artista.
La historia la escribe desde un momento de felicidad. Hacía un par de años era miembro de la Academia Francesa de Letras, distinción que pocos extranjeros han tenido. Fundada en 1635 por el cardenal Richelieu durante el reinado de Luis XIII, lo que la hace una de las instituciones más antiguas de Europa, los miembros –que se autoproclaman modestamente “inmortales”– siguen de cerca la evolución del idioma y actualizan el diccionario...
Aún instalado por completo en la vida cultural francesa, Bianciotti fue un hombre generoso con muchos jóvenes argentinos. Leopoldo Brizuela alguna vez le escribió con la esperanza de que su novela Tejiendo agua se publicara en Gallimard. El autor no pudo hacerlo, pero la recomendó a Tusquets donde sí la editaron. Otro joven, Eduardo Berti, admirador de su obra, le mandó su libro de cuentos Los pájaros y una novela inédita, Agua, que Bianciotti le dio la bienvenida con un blurb que salió en la edición argentina: “He descubierto, en mi larga vida de lector de manuscritos en editoriales, siete escritores. Eduardo Berti ha sido el séptimo”. Al poco tiempo el autor decidió mudarse a París y Bianciotti lo ayudó, algo que también había hecho en los años '70 con Alicia Dujovne Ortiz. En Francia apoyó la carrera de Jean-Baptiste Niel y Hervé Guibert, ambos muertos muy jóvenes por el SIDA.
Bianciotti falleció a los 82 años, luego de padecer durante bastante tiempo una extraña enfermedad que atacaba la memoria. Las noticias que llegaron a la Argentina señalaban la soledad y pobreza de sus últimos meses, que recordaba algunas muertes de poetas malditos en el París decimonónico. De Wikipedia ese dato fue borrado. Cada vez que viajaba a París, Berti lo visitaba. En el obituario de quien consideró un amigo generoso escribió que las enfermeras que lo cuidaban en el asilo de ancianos trataban a Bianciotti como a un príncipe venido de otro mundo. A veces le servían una copa de champagne mientras escuchaba a Maria Callas.
Vera
Perfil Héctor Bianciotti, Suburbano.net