Surgió en una
conversación al paso, un dato que viene a llenar el diálogo de dos
que hace algún tiempo no se veían: “te acordás de Alejandro, se
murió de cáncer”. La noticia me golpeó, resonó en mi cuerpo.
Dio bronca, tristeza, hizo mal. El que me lo dijo siguió como si
nada, con un tacto que entendí, definitivamente, era la razón de
por qué hacía años mantenía distancia.
Alejandro se murió
antes de cumplir cuarenta. La última vez que lo vi lo tengo muy
claro: fue la tarde del 31 de diciembre de 1999, en una esquina del
centro de Buenos Aires, mientras iba con otro muchacho. Lo saludé,
nos deseamos lo mejor para el próximo año, que era el inicio del
nuevo milenio.
Ahora tengo que
hablar de él en pretérito. Era un joven –ya que nunca compartimos
el tiempo de la adultez, quedó suspendido por la muerte bella–
noble, correcto, de esas personas que de niño imparten cierto
respeto que tiene que ver con la seriedad con que encaran cualquier
tarea, aunque sea la de treparse a un árbol.
A la noche, en mi
casa, seguí pensando en Alejandro. No tenía fotos, solo la memoria,
lo que podía recordar de él. Imaginé cómo habría sido su vida en
el nuevo siglo, después de nuestro encuentro, cuando éramos muy
jóvenes y el siglo tan viejo. Fantaseé un poco, y luego la
curiosidad anudada con la facilidad, me hizo escribir su nombre en
Google. Salieron tres personas con su nombre y apellido, y la
dirección de Facebook. La primera opción me enfrentó a una foto.
Habían pasado los años, aunque a través de algunas de las arrugas
de su cara y el bigote negro –toda una novedad en su apariencia–,
enseguida lo reconocí. Por otras fotos de su Facebook me enteré que
se había dedicado al boxeo. Había logrado una figura moldeada con
músculos. Otras imágenes lo mostraban entrenando en el gimnasio.
Parecía feliz.
A muchos –no soy
el único– el ver fotos nos produce un sentimiento extraño. Es
como si el estar en una imagen que quedará sostenida en el tiempo,
es inevitable pensar en la muerte, en esos hombres que posan con
sonrisas sin saber que muy pronto serán nada. ¿De qué se ríen?
Cuando fallecen, alguien dice “pobre”. “Pobre que se murió”
e interiormente queda el alivio que todavía se conserva la vida…
Todo el mundo cree en el cielo, pero nadie se quiere morir, dice un
refrán inglés. Aún los que se ilusionan con un cielo protector
asumen la muerte como fatalidad.
Los comentarios en
su Facebook me van dando una idea de algunos años en la vida de
Alejandro. Nunca tuvo hijos, tampoco hay novias. Sí cumpleaños,
algún feriado con amigos. Y no más. En un momento siento pudor al
observar su vida. Soy un voyeur herido en su timidez. Un espectador
que no ha sido invitado. Como dijo aquel viejo conocido en nuestro
encuentro, el cáncer fue fulminante. La primera semana de diciembre
se juntó con amigos. A los pocos días, en el que es su último
post, dice que ha sido internado porque le salió un hongo en la
garganta y no puede comer. A través de una sonda se alimenta. Lo
explica, y en sus palabras hay resignación. Los comentarios de sus
amigos virtuales intentan darle ánimo, esa esperanza que tanto
necesita el enfermo. Luego no hay nada más. O el desenlace. Veo que
falleció antes del nuevo año, alguien da la noticia en su muro de
Facebook. La fecha resuena íntimamente como una daga.
En un artículo
aparecido en The Guardian leí que muchos familiares dejan los
Facebook de las personas que fallecieron abiertos al público. Algo
parecido sucede con Twitter y los blogs. Como las fotos que se
guardaban en cajas de zapatos en un pasado no tan remoto, en la web
quedan los mensajes sagaces, el chiste, la contestación ventajera.
Para el que los conoció, esto puede ser un complemento del recuerdo
lejano en la memoria; para los que no, son como destellos de una
vida, la única prueba de su paso por el mundo.
Como otro signo de
los tiempos virtuales, la web queda como un cementerio. Pienso que
para muchos escritores vanidosos probablemente sea el único espacio
que albergue su ansiada inmortalidad, por más humilde que sea,
aunque eso sí, al alcance de un click.
Vera
Ensayo
Cementerio Club, publicado en Suburbano.net