El trago de cerveza refrescó la garganta de Ricardo Barreda.
Había sido un día demasiado largo, el domingo más agotador que había soportado
el odontólogo argentino en sus 56 años de vida.
Pocas horas antes había estado con su amante Hilda Bono en
un motel. Las sábanas sucias, la precariedad del edificio, lo furtivo de esa
relación contrastaba con aquel odontólogo: un hombre gris, tan callado como
cortes, con ese aspecto de hombre bueno que le daban sus anteojos de lentes
gruesos y su andar sereno.
Hilda era tarotista –según Barreda la mejor–, la mujer que
no malentendía las entrelíneas del azar. Las cartas siempre mencionaban un
futuro trabado, una gruesa telaraña que el hombre debía desenredar.
Aunque Barreda se había separado hacía años, la situación
económica y el “qué dirán” de los vecinos habían obligado a Gladys McDonald
junto a sus hijas Cecilia y Adriana a dejar el pequeño departamento en que
vivían y volver a la antigua casa familiar ubicada en el centro de la ciudad de
La Plata. Allí el odontólogo tenía su consultorio. Dormía en un pequeño cuarto
que comunicaba a una entrada separada de la principal del edificio.
Cuando no tenía pacientes, el hombre se dedicaba a otras
tareas en la casa, como limpiar y arreglar el comedor o las habitaciones de las
cuatro mujeres, ya que para entonces su ex suegra, Elena Arreche, vivía con
ellos.
Todos los días puntualmente a las cinco de la tarde,
inclusive, Barreda traía la bandeja de té con scones y la dejaba sobre la mesa
del comedor donde las mujeres más grandes de la familia hablaban de lo que
habían visto en los programas de farándula. Para su ex esposa, de apellido
inglés, la ceremonia del té era algo inalterable.
Si alguna de las mujeres veía algo sucio en el hogar no
dudaba en exigirle a Barreda que lo limpiara. No solían llamarlo por su nombre,
preferían darle adjetivos que lo denigraban día a día. El odontólogo contenía
el odio y seguía como siempre callado, observando fríamente a las mujeres.
Aquel domingo interminable de 1992 Barrreda le dijo a Hilda
en la cama que había ido a visitar a sus padres al cementerio. Los extrañaba
horrores, la mujer lo sabía muy bien. En el camposanto el hombre dejó rosas
amarillas –las preferidas de su madre– y por un rato se quedó al lado de la
tumba.
Barreda también le dijo a su amante que horas antes había
dado una vuelta por el zoológico. Le gustaba darle de comer a las jirafas,
reírse de los monos, perderse entre las familias felices de domingo.
En un momento, como al pasar, le comentó los hechos de la
mañana, la manera en que había comenzado ese día agotador. Barreda tenía como
rutina escuchar las noticias de la radio mientras acomodaba el consultorio.
Parecía de buen humor hasta que su ex esposa volvió con los insultos. Le ordenó
que limpiara los muebles del comedor. Barreda obedeció, era lo único que sabía
hacer, aunque ya cansaba.
Fue hasta el armario y encontró la escopeta Víctor
Sarrasqueta calibre 16.5 que su ex suegra Arreche le había traído de Europa. El
arma brilló como una revelación. Sin pensarlo más, Barreda acribilló a Gladys y
a su hija en la cocina. Bajó las escaleras y encontró a su ex suegra, que al
verlo intentó huir pero de nada sirvió: la anciana rodó con el impulso de las
balas contra su cuerpo hasta la planta baja. Cecilia, la que era su hija
preferida, no tuvo tiempo de salir a la calle. Su padre le dio un tiro en el
pecho.
Barreda pagó la cerveza y abandonó el bar. Era de noche,
pero el domingo todavía no había terminado. Debía hacer algunas cosas como
regresar a su hogar y desparramar papeles, tirar libros, desacomodar los
muebles. Simular un robo que se había vuelto una masacre. Llamó a la ambulancia
que llegó mucho más tarde que la policía. Ante ellos el hombre contó su
tragedia. Pero no era buen actor.
En 1995 Ricardo Barreda fue condenado a reclusión perpetua
por triple homicidio calificado y homicidio simple. Sólo el 29 de marzo de 2011
obtuvo la libertad condicional y se fue a vivir junto a su novia Berta Pochi
André –que conoció a través de las cartas que se intercambiaron mientras el
asesino estaba en prisión– al tradicional barrio de Belgrano, en la ciudad de
Buenos Aires.
Hoy el odontólogo Barreda es parte de la cultura popular
argentina. Bandas de rock le dedicaron canciones como libros periodísticos y
programas de televisión han tratado el caso.
Habitualmente se lo puede ver a Barreda caminar por las
calles de Belgrano. Algunos vecinos han confesado a la prensa que le tienen
miedo, mientras otros lo saludan y le dan demostraciones de afecto. Barreda
prosigue en silencio, con su eterno andar sereno. Parece un hombre feliz.
Vera
Ricardo Barreda, el odontólogo furioso. El Club de los Asesinos
(Caliente Semanal)