A Ed Gein la vida lo había lastimado como suele hacerlo con casi
todos los mortales, aunque él como respuesta, en vez de obedecer y
agachar la cabeza, decidió salir a matar.
Gein era bueno con las
manos, se daba astucia para todo. Desde que su hermano mayor Henry había
muerto en un confuso episodio cuando se incendió parte de las ochenta
hectáreas de su finca–a unos 10 kilómetros del pueblo de Plainfield,
Wisconsin– y luego fue el turno de su madre Augusta, una mujer severa
que leía en voz alta los pasajes del Apocalipsis, y quien aún después de
muerta su hijo la adoraba como si fuera una efigie celestial, Gein de
39 años había quedado complemente solo en su casa y debía arreglárselas
como mejor pudiese. Esa destreza le había ganado cierta fama y era
requerido por muchos en el pueblo para hacer pequeños trabajos.
El
ingenio de Gein con las manos no sólo le servía para ganarse algunos
dólares. Cuando la noche hacía los caminos de tierra más solitarios, se
adentraba en los cementerios. Siempre habría los ataúdes de aquellos que
hacía muy pocas horas habían muerto. Eran los mejores cuerpos, Gein así
podía oler el perfume de la piel que todavía no se había vuelto rancia.
Las cabezas las guardaba en el refrigerador o las hervía. Con la
carne y la piel hacía todo tipo de objetos: brazaletes, vainas de
cuchillo, pantallas de lámparas y asientos, collares hechos con labios,
recipientes para comer con la mitad invertida de cráneos, chalecos
tapizado de vaginas y pechos.
Pero había una de las creaciones que
era su preferida: un vestido confeccionado íntegramente con piel
femenina. Gein lo usaba frente al espejo que había pertenecido a su
madre. Se podía quedar horas contemplando la belleza atroz de su figura.
Todavía no había abandonado la idea de cambiar de sexo, aunque los
costos de la operación fueran muy elevados. Siendo una mujer como su
madre, podía llenar la ausencia de su muerte.
Durante años su casa
fue un santuario de cadáveres y objetos macabros. El 17 de noviembre de
1957 la historia de Ed Gein sacudió a los Estados Unidos. La
desaparición de Bernice Worden, de 58 años, empleada de una ferretería
de Plainfield, condujo a la finca del asesino: en el cuaderno de
registros del negocio figuraba el nombre de Gein como último cliente.
La
policía se enfrentó a una escena de terror. Colgado del techo por los
tobillos, con las piernas abiertas, y sin cabeza, el cuerpo de Worden
era una masa deforme. Tenía un tajo que era una raya furiosa que
empezaba en la vagina y terminaba en sus senos, que eran dos agujeros
negros, porque le había sacado los pezones.
Ed Gein sólo confesó
otro crimen, el de Mary Hogan, una camarera que desapareció en 1954. El
número de asesinatos ronda la decena, aunque sólo hay indicios. Por
declararlo insano, Gein nunca estuvo en prisión. Lo alojaron en el
Wisconsin Waupan State Hospital, donde murió de problemas respiratorios
en 1984.
La historia de Ed Gein inspiró una serie de films de
horror, como Texas Chainsaw Massacre, Silence of the Lambs y Psycho.
Quizá, también, a otros asesinos seriales.
Vera
Ed Gein, el carnicero de Plainfield. El Club de los Asesinos (Caliente Semanal)