Monday, April 7, 2014

El don de la mueca: Fernando Vallejo


La literatura siempre tuvo esta clase de personajes: polémicos e irascibles, aunque no por eso menos deseosos de inmortalidad. Y el público siempre está dispuesto a escucharlos, al fin de cuentas, las letras no son más que otro divertimento como ver cine o televisión o navegar por Internet. Fernando Vallejo es la última estrella en ese firmamento de coleccionista de odios, como decía Borges. Para que se entienda mejor:  la literatura es un divertimento pero no por eso debe carecer de poesía. En La Virgen de los sicarios –nuestra versión cimarrona de La muerte en Venecia– el amaneramiento histérico y compulsivo de su escritura servía para modelar una ciudad entre los escombros, como era la Medellín de años atrás. En El don de la vida, en cambio, es el mundo quien cae bajo una mera diatriba infinita que suena a distorsión en los oídos. 


Algunas de ellas: “¡Cuánto me hacen sufrir los muertos! Los odio casi tanto como a los pobres”. “El hombre es una máquina programada para eyacular y lo demás son cuentos”. “Colombia le perdió desde hace mucho el respeto a la Ley y la escupe en la cara”. “Un negro más negro que un culo”.  “El error del monstruo fue inventar la vida. Si vivir es una desgracia (y mientras más tiempo más), la Muerte es una bendición”. “La única perversión del sexo está en la procreación”.


¿Pero cuál es el argumento de la obra? Muy frugal, por cierto. Sentados en una banca del parque Bolívar, en Medellín, el narrador que no lleva el nombre de Fernando Vallejo pero cómodamente podría ser él y la Muerte (sí, ella) gastan las horas de letargo reflexionado y enumerando personajes y cuestiones tales como  la Iglesia Católica, la lengua española, el sexo, la familia, la política (nacional e internacional), la niñez, la vejez. En el caos de El Don de la Vida, probablemente, lo interesante sea el anotador que el narrador lleva consigo y al que ha titulado “Libreta de los Muertos” donde figuran cada una de las personas que el escritor conoció (no cuentan aquellas vista en la televisión, aclara).


“Y ahora que ando en inventario general por cierre del negocio, paso a hacer la lista de mis más grandes amores: mi perra Argia, mi perra Bruja, mi perra Kim y mi perra Quina. Cuatro perras y ni un solo bípedo humano. Antes, pero mucho antes, cuando todavía no se me avinagraba el genio, encabezaba la lista mi abuela Raquel. Pero puesto que de ella proviene la condenada mujer de cuya perversa vagina salí para entrar en el horror de la vida, he decidido quitarla de mis afectos. Raquel Pizana, que un día fuiste el gran amor de mi vida, te saco de mi lista. A lo único a que puede aspirar este par de mujeres reproductoras es a que les ponga en mi Libreta de los muertos, donde hay de todo:   ¡Tengo hasta al asqueroso de Octavio Paz!”


Este recurso sencillo consigue, aunque de manera oblicua, rasgar esa versión oficial que Vallejo viene efectuando desde hace media docena de libros. Es una invención donde lo sagrado (pensemos otra vez en Octavio Paz)  entra en pugna con el recuerdo del escritor colombiano y por consiguiente con la historia. Si todo escritor debe crear sus mitologías puede bien ser él quien las derrumbe. Ese es el mejor paso que salva un texto ya perdido en el tedio y la flema vacíos.


En menos de 20 años la literatura colombiana ha dado escritores que han traspasado su frontera. Se editan en el resto del continente y algunos han llegado a ser traducidos a varias lenguas. Tratan temas que exceden la problemática socioeconómica de su tierra. Algunos de ellos: Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero, Santiago Gamboa. Fernando Vallejo aún integra la lista, aunque libro a libro vaya trazando un dibujo ya gastado, casi a punto de ser mueca.


                                                                                             
                                                                                                      Vera


review El don de la mueca, Fernando Vallejo (El Nuevo Herald)