La literatura siempre tuvo esta clase de
personajes: polémicos e irascibles, aunque no por eso menos deseosos de
inmortalidad. Y el público siempre está dispuesto a escucharlos, al fin de
cuentas, las letras no son más que otro divertimento como ver cine o televisión
o navegar por Internet. Fernando Vallejo es la última estrella en ese
firmamento de coleccionista de odios, como decía Borges. Para que se entienda
mejor: la literatura es un divertimento
pero no por eso debe carecer de poesía. En La Virgen de los sicarios –nuestra
versión cimarrona de La muerte en Venecia– el amaneramiento histérico y
compulsivo de su escritura servía para modelar una ciudad entre los escombros, como
era la Medellín de años atrás. En El don de la vida, en cambio, es
el mundo quien cae bajo una mera diatriba infinita que suena a distorsión en
los oídos.
Algunas de ellas: “¡Cuánto me hacen sufrir los
muertos! Los odio casi tanto como a los pobres”. “El hombre es una máquina
programada para eyacular y lo demás son cuentos”. “Colombia le perdió desde
hace mucho el respeto a la Ley y la escupe en la cara”. “Un negro más negro que
un culo”. “El error del monstruo fue
inventar la vida. Si vivir es una desgracia (y mientras más tiempo más), la
Muerte es una bendición”. “La única perversión del sexo está en la
procreación”.
¿Pero cuál es el argumento de la obra? Muy frugal,
por cierto. Sentados en una banca del parque Bolívar, en Medellín, el narrador que
no lleva el nombre de Fernando Vallejo pero cómodamente podría ser él y la
Muerte (sí, ella) gastan las horas de letargo reflexionado y enumerando
personajes y cuestiones tales como la
Iglesia Católica, la lengua española, el sexo, la familia, la política
(nacional e internacional), la niñez, la vejez. En el caos de El Don de la
Vida, probablemente, lo interesante sea el anotador que el narrador lleva
consigo y al que ha titulado “Libreta de los Muertos” donde figuran cada una de
las personas que el escritor conoció (no cuentan aquellas vista en la
televisión, aclara).
“Y ahora que ando en inventario general por cierre
del negocio, paso a hacer la lista de mis más grandes amores: mi perra Argia,
mi perra Bruja, mi perra Kim y mi perra Quina. Cuatro perras y ni un solo
bípedo humano. Antes, pero mucho antes, cuando todavía no se me avinagraba el
genio, encabezaba la lista mi abuela Raquel. Pero puesto que de ella proviene
la condenada mujer de cuya perversa vagina salí para entrar en el horror de la
vida, he decidido quitarla de mis afectos. Raquel Pizana, que un día fuiste el
gran amor de mi vida, te saco de mi lista. A lo único a que puede aspirar este
par de mujeres reproductoras es a que les ponga en mi Libreta de los muertos,
donde hay de todo: ¡Tengo hasta al
asqueroso de Octavio Paz!”
Este recurso sencillo consigue, aunque de manera
oblicua, rasgar esa versión oficial que Vallejo viene efectuando desde hace
media docena de libros. Es una invención donde lo sagrado (pensemos otra vez en
Octavio Paz) entra en pugna con el
recuerdo del escritor colombiano y por consiguiente con la historia. Si todo
escritor debe crear sus mitologías puede bien ser él quien las derrumbe. Ese es
el mejor paso que salva un texto ya perdido en el tedio y la flema vacíos.
En menos de 20 años la literatura colombiana ha
dado escritores que han traspasado su frontera. Se editan en el resto del
continente y algunos han llegado a ser traducidos a varias lenguas. Tratan
temas que exceden la problemática socioeconómica de su tierra. Algunos de
ellos: Juan Gabriel Vásquez, Evelio Rosero, Santiago Gamboa. Fernando Vallejo
aún integra la lista, aunque libro a libro vaya trazando un dibujo ya gastado,
casi a punto de ser mueca.
review El don de la mueca, Fernando Vallejo (El Nuevo Herald)