Así como por la prosa violenta de los graffitis de las paredes de los baños públicos se podía entender mucho de los rasgos de un país, según el escritor polaco Witold Gombrowicz, tal vez los lectores del futuro encuentren algún sentido en esos mensajes de texto disparados por celulares carísimos fabricados con mano de obra barata china. Y así como las novelas policiales de Raymond Chandler y Dashiell Hammett describen mejor que cualquier manual de historia los tiempos alevosamente corruptos de la Gran Depresión en los Estados Unidos, las obras de Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura son implacables postales oscuras del último cuarto de siglo cubano. Esa literatura considerada injustamente menor por ciertos académicos, escrita con una prosa justísima y clara, más cercana a la narrativa norteamericana que al barroco de la Isla, ha dado títulos como Trilogía sucia de La Habana, El insaciable hombre araña, Paisaje de otoño, La neblina del ayer.
Pero si el
narrador en las novelas de Gutiérrez es una primera persona que se parece (o
simula) al autor, Padura es menos obvio y ha creado un personaje lúcido y
sensible, el detective Mario Conde. Este hombre cansado de tantas cosas, pero
sobre todo de sí mismo, que bebe ron Santiago y ama los libros y las mujeres
que lo tratan mal, hoy regresa con una nueva aventura, La cola de la
serpiente. Todo empieza con un imagen contundente: el anciano Pedro Cuang
aparece ahorcado en su habitación. Con
una navaja le grabaron en el pecho un círculo con dos flechas, y también le han
amputado un dedo. Todo esto con el trasfondo del viejo Barrio Chino, que ahora,
lejos del antiguo esplendor de teatros y restaurantes, es un lugar sórdido
donde se vende cocaína, hay bancos de juego ilícito y fabricas clandestinas de
ron y cerveza.
Para Conde,
aunque haga diez años que trabaje en la policía, éste es su primer “caso
chino”. Sabe muy bien que a la muerte extravagante de Cuang se le suma un
problema mayor y es el hurgar en una sociedad que actúa como una secta, de
códigos e idioma herméticos, y necesita de un aliado para poder romper esa
muralla.
“Porque si de
algo estaba convencido en aquel instante, era que nadie, al menos en el Barrio
Chino de La Habana, iba a tomarse el trabajo de dejar aquellas trazas como un
simple juego de espejos para despistar a la policía.(...) En realidad, su mayor
problema era que todo le parecía extraordinario en la vida de aquellos chinos que
vivían en el mismo centro de la ciudad desde hacía más de un siglo y seguían
siendo gentes lejanas y distintas, de quienes se conocían con toda certeza
apenas dos o tres tópicos inútiles en aquel momento: arroz frito, pomadita
china para el dolor de cabeza, el baile del león y la existencia de aquellas
películas sin subtítulos, como la que una vez, muchos años atrás, vio el Conde
en El Aguila de Oro, rodeado por los aplausos, carcajadas y lágrimas de los
espectadores chinos, gozadores pletóricos de un espectáculo para él
incomprensible”.
El consumidor
de novelas policiales es un lector con estilete, que disecciona desconfiado
cada una de las trampas que ha querido construir pacientemente el autor. La
suspensión de la incredulidad, como ha escritor Samuel Taylor Coleridge,
implica una tarea difícil, un problema activo. En ese contexto, Padura mantiene el control de la trama con
cada nuevo detalle que expone, pero redobla la apuesta con personajes como
Patricia y Juan Chion. Y más aún, con el clima extraño – de una nostalgia
perturbadora– de La Habana.
En La cola
de la serpiente, séptima novela protagonizada por el detective más conocido
de la literatura cubana, por el que Leonardo Padura ha ganado en varias
ocasiones premios como el Café Gijón y el Hammet, y le ha dado traducciones a
numerosos idiomas, el autor no defrauda a los seguidores de Conde de aquí y de
allá, y sin morderse la cola.
Vera
Review La cola de la serpiente, Leonardo Padura (El Nuevo Herald)