Me temo que la Internet,
cada día más, entrega sorpresas amargas. Rafael Pividal ha muerto.
Lo extraño –me doy cuenta por la fecha del artículo al que llegué
por azar– es que falleció hace ocho años.
El primer paquete que me
llegó de la Argentina incluía El sabor de la catástrofe. Por ese
volumen de 12 cuentos, publicado en Francia en 1991, Pividal ganó el
Premio Goncourt. Recuerdo haber tenido la suerte de ver una
entrevista que le hizo Silvia Hopenhayn para el programa El fantasma,
que iba por cable (nuestra Internet en los ’90). Me dio la
sensación que Pividal hablaba como para sí mismo, encerrado, con un
español afrancesado que, a diferencia de tanto fantoche que se toma
unas vacaciones en París, en él era creíblemente natural. Tal vez
es una sensación envuelta con los años, con lo engañoso que a
veces da la distancia, y Pividal simplemente se sentía incómodo en
un estudio de televisión. Tengo ese recuerdo y creo que me
acompañará con el tiempo.
Salvo ese reportaje –me
temo que el único para un medio audiovisual argentino– y uno que
otro review, el libro no tuvo mayor repercusión en los medios
argentinos.
En las letras del país
Rafael Pividal es una pequeña piedra preciosa, personal como todas,
que dibuja una sombra difusa, felizmente escurridiza, de escritores
que también pertenecen a literaturas de otras lenguas, en muchos
casos diluyendo su orgullo de pureza –los europeos aman lo rígido,
aunque lo nieguen con pasión democrática.
De padre argentino y
madre francesa, Pividal se crió en Hurlingham, una zona fundada por
inmigrantes ingleses en el siglo XIX. Estuvo pupilo en el liceo
francés, en el barrio de Belgrano, y a los 18 años dejó la
Argentina. En París estudió filosofía en la Sorbonne, dio clases y
escribió una obra que abarca novelas, cuentos y ensayos. No hay ni
una página publicada por Pividal que haya sido escrita en español.
Pero como sucede con otros autores, no hay que nombrar a La Pampa y
menos hacerlo con la lengua del Río de la Plata para ser argentino.
Por Tomás Abraham, otro
escritor argentino nacido en el exterior, en este caso Rumania, se
publicó El sabor de la catástrofe. Fue su segundo libro traducido
al castellano. Décadas antes había circulado Este o este, aunque se
publicó sólo en España. Abraham, que siempre se consideró su
discípulo, lo conoció en París en la década del ´60. No hace
falta mucho para que dos argentinos en el exterior se hagan amigos,
sí, en cambio, para que esa amistad dure medio siglo.
El sabor de la
catástrofe, traducido por Marcelo Cohen, llevaba un prólogo de su
mejor discípulo. Cito algunos pasajes:
“Cuando hablábamos de
Argentina, él la recordaba como el jardín de su infancia, pasado
feliz. Pero muerto. Además, aseguraba, jamás podría volver, no
había hecho el servicio militar, estaba aterrorizado de que lo
metieran en el ejército. Este miedo le duró hasta los cincuenta
años. (…) En 1998 me llamó para decirme que había decidido
visitar la Argentina, después de más de cuarenta años de ausencia.
Le pregunté por el servicio militar, pero me dijo que entraría con
su pasaporte francés. De todos modos, lo tranquilicé, ya no había
más conscripción en el país. Durante tres semanas vio todo lo que
pudo ver, gozó todo lo que pudo gozar, visitó a parientes en San
Antonio de Areco, su familia Guiraldes. Fue a Hurlingham, que le
pareció más chiquito que antes, más diminutamente loteado. Se paró
frente a la puerta de una casa, pero no supo si era la de su
infancia”.
El sabor de la catástrofe
expande la idea de que el siglo XX ha sido una sucesión de
ingeniosos –y tenebrosos– malentendidos. Las historias
transcurren, por lo general, en la campiña francesa o en los barrios
de París, pero aun así mantienen un espíritu universal. En todo
momento, además, Pividal logra sacarnos una sonrisa agría gracias a
una inteligencia traviesa, por momentos excéntrica y elegante como
un paso de baile.
Vuelvo a Tomás Abraham,
que por él también me enteré que Pividal había muerto, al texto
que escribió en memoria de su amigo:
“Tuve la suerte de
verlo una semana antes de morir. Me preguntó cómo lo veía. Estás
hecho pelota, le dije. Parecés un cuadro de Bacon, agregué riendo.
Me miró serio, esa mirada profunda, intransigente, nada de tristeza.
Salimos a comer. Fue duro. Tenía cáncer en la boca y no podía
tragar. Pedimos un puré aguachento. Sorbía apenas. Se irritó,
jamás lo escuché quejarse. Recién me confesó que estaba enfermo
cuando ya no pudo ocultar sus internaciones y una próxima muerte. Yo
hace tiempo que lo sabía. “ Tengo hambre” dijo fuerte en
argentino. ¿Tenés hambre?, repetí… pero claro, QUIERO COMER”.
“Escribía a la mañana.
Al mediodía almorzaba formalmente, a la manera francesa. Luego, la
tarde transcurría con algún libro. Casi siempre novelas policiales.
Cena liviana, y valium. Son recuerdos de nuestra juventud compartida.
Lo tuve de profe. Sudaba al dar la clase. Se pasaba las pezuñas de
obrero de la construcción por una ceja peluda y cortada. Antes del
curso se colocaba en un mostrador de un bistrot buscando coraje. En
el hospital, antes de entrar en coma, pidió un ejemplar de las
aventuras de Tin Tin, ese con paisajes montañosos, su mujer me dijo
que creía que los dibujos le hacían pensar en la Argentina”.
Vera
Perfil Rafael Pividal, Suburbano.net