James
Joyce lo hizo con Dublín, Jorge Luis Borges con Buenos Aires, y
Guillermo Cabrera Infante con La Habana: construir una ciudad dorada
desde la distancia que da la adultez. En Tres
tristes tigres la
metrópoli cubana es un territorio mítico, puerto cosmopolita,
entrada y salida de aventureros, artistas, criminales. Hay un
contrabando de ideas que se celebra. La
apertura cubana,
de Alexis Romay, también edifica un vínculo muy íntimo con su
ciudad.
La novela comienza
de una manera vertiginosa, en sintonía con la claridad de su prosa:
un avión de línea es secuestrado y desviado hacia la Isla. Es el
año 1996. Las autoridades someten a interrogatorio a una mujer
–padre cubano, madre norteamericana–. La transcripción de esa
confesión escurridiza –a la mujer se le antoja decir lo que
quiere– se mezcla con las entradas de un diario de una muchacha
habanera de nombre La Camilita durante la década de los '80.
Aunque
La
apertura cubana sea
literatura, en el modo que es un obra escrita para sostenerse en el
papel, es una novela oral. “Esto no es nada comparado con lo que
vas a escuchar”, uno de los epígrafes del trabajo, tomado de Las
mil y una noches, señala
las
coordenadas de lectura. Así, en un momento de las letras que se
tiende a escribir en un español estándar, la lengua popular es un
recurso que utiliza el autor para mover cómodamente los destinos de
los personajes.
Y aquí un detalle
para nada menor: Romay tiene una sensibilidad para captar la voz de
las mujeres, pero también lo que se esconde detrás de ella: la
sutileza de la psique femenina. Tamaña empresa, sin duda, la de
Alexis, ya que tantos autores han resbalado en esa intención
provocando una serie de lugares comunes irresistibles. Hay ejemplos
distintos, sin embargo, como los de Manuel Puig, Tomás Eloy Martínez
o Antonio Orlando Rodríguez.
“¿Quieres
que te haga el cuento de la buena pipa? Me alegra que no lo quieras
escuchar, porque te tengo uno mejor y más macabro y que comienza
así: la primera (y espero que la última) vez que esta que viste y
calza durmió entre rejas, en una estación de policía, fue el
sábado de la semana pasada. Eso de dormir es una artimaña
narrativa, Esporádico. No pude pegar un ojo en toda la noche”,
escribe La Camilita en una entrada del 1 de febrero de 1987.
Si
La apertura cubana es
ante todo una novela de la lengua, esa seña particular se hace
evidente al contraponer las voces de las protagonistas. En la
declaración de la mujer secuestrada, escuchamos: “Sí,
mi madre participó como voluntaria de las brigadas Venceremos, y
trabajó en un par de provincias e igual número de campamentos, pero
a mí no me incrimine con sus creencias ideológicas, –debería
decir religiosas, que la ideología es una religión, como otra
cualquiera–que yo no tengo nada que ver con eso: recuerde que su
aventura cubana ocurrió en 1969, cuando yo todavía no había
nacido”.
Los dos discursos, a
la vez, gravitan en lo íntimo y en lo general en la realidad del
régimen cubano: la represión, las fiestas salvajes, las charlas a
la medianoche, el rock argentino, el ajedrez, el vino, humo de
rebeldía. Más allá de las palabras –y en ellas– el lector se
preguntará cómo esas dos vidas aparentemente distantes, finalmente,
pueden unirse. Bajo la escritura de Alexis Romay el enigma seduce,
como Scheherazade al lector.
Review La apertura cubana, de Alexis Romay, El Nuevo Herald