Como Messi o el Papa
Francisco, Ricardo Caputo nació en Argentina. Y como ellos, su
popularidad la consiguió en el exterior, aunque la del mendocino,
ciertamente, carezca de algún mérito. Por los datos que logré
juntar, piezas sueltas de una personalidad escurridiza que vagó por
los Estados Unidos y México, aquella noche de los ’90 Caputo debió
entregarse a la policía. El canal público informaba que el asesino
de cuatro mujeres era mendocino. Los medios nacionales no se hicieron
esperar y con un ingenio chapucero lo nombraron “the lady killer”.
Una corona que apenas describía al que ostenta el honor, para la
crónica roja, de ser uno de los pocos asesinos seriales de la
Argentina.
Con 19 años Caputo
cambió su natal Mendoza por New York. Era una buena excusa empezar
los ´70 en otra tierra y con otra vida. Y aunque no se destacaba
en nada en particular, su bien más preciado era el de la juventud,
la feliz inconsciencia que hace creer al que la posee que es capaz de
todo. Su primera novia fue Natalie Brown. Trabajaba en el Marine
Didland Bank, del midtown-Manhattan. Allí la conoció Caputo un día
que fue a cambiar su cheque laboral del Barbizon Hotel donde limpiaba
pisos de madrugada. La conquistó hablándole de su ciudad, a veces
en inglés, ayudado con los gestos de su cara y las manos –resabio
de su herencia italiana– y otras con palabras en español que
sonaban extrañas para Natalie, pero fatalmente graciosas. Aunque
fuera un spic, algo que no le gustaba a sus padres, ella hacía
planes para casarse. Una noche en que discutieron, Caputo la apuñaló
con un cuchillo de cocina. Las crónicas de la época aseguran que el
argentino llamó a la policía y dijo: “Acabo de matar a mi novia”.
Por este crimen Caputo no
fue a la cárcel: lo declararon esquizofrénico. Años antes, por
decisión propia, se había acercado al hospital psiquiátrico El
Sauce de Guaymallén, Mendoza. A los 7 años, confesó ante los
médicos crédulos, un vecino lo había violado. En su casa vivía un
infierno: su padrastro lo maltrataba y por las noches no podía
dormir: escuchaba voces. Por ser inimputable terminó en un
manicomio. No hace falta conocer uno de ellos en Estados Unidos para
saber que estar allí es como vivir una pesadilla despierto. En medio
de ese caos, conoció a una joven psicóloga, Judy Becker. Sería su
segunda víctima.
Por sus contactos, ella
logró que lo trasladaran a otro centro: así estarían más horas
juntos, y Caputo podría poner su cabeza en calma, alejar aquellas
voces. Parte de su tiempo lo ocupaba en escribir poemas y hacer
retratos de Judy, quien creía que una mente como la del argentino
podía olvidar el pasado, dejarlo por un momento en la recámara de
los fracasos. Los que eligen vivir en otro país hacen ese tipo de
cosas.
Caputo mató a su novia
ahogándola con una media de nailon. Antes la había golpeado en la
cama mientras las voces le decían que Judy no lo quería, que él
era un paciente, solamente con algunos pocos privilegios. Tomó un
Greyhound y se fue a la Costa Oste donde encontró el clima todavía
relajado del hippismo en la ciudad de San Francisco. Se ganó la vida
vendiendo baratijas de dudosa procedencia y haciendo retratos que los
turistas compraban menos como un souvenir que como una dádiva al
artista amateur. El segundo crimen le sirvió a los periódicos
estadounidenses para hablar de una asesino serial. Caputo tuvo que
cambiar de aspecto y de identidad. Se cortó el pelo y afeitó el
bigote. Compró falsos social securities. De todos sus nombres –
llegó a acumular 17– su preferido fue Ricardo Donoguier. Ante
incautos norteamericanos, ese apellido podría pasar por francés. O
en el peor de los casos, canadiense.
Una tarde que dibujaba
retratos de viejos actores de Hollywood, se le acercó la
documentalista Bárbara Taylor. Sería el último crimen que cometió
en los Estados Unidos. Hablaron. Enseguida hubo química. Caputo le
regaló un dibujo de Humphrey Bogart. Vivieron un tiempo juntos hasta
que las peleas comenzaron. Caputo podía ser simpático y tener algo
de charla, pero al lado de la educación de Barbara, todo era muy
superficial. El argentino se marchó a Hawaii donde trabajó de
camarero. Sin embargo un incidente, del que todavía hoy los datos
son confusos, cortaría la estadía: fue acusado de intentar matar a
una joven. De regreso en California, se encontró con Bárbara. Según
el libro Love me to death, de la periodista Linda Wolfe, aquel 1975
Caputo mató a su novia destrozándole la cabeza con el taco de una
bota texana.
Como muy pocos países
limítrofes, la relación entre México y Estados Unidos siempre ha
sido compleja, de rechazos y seducción. Una etapa en la vida para
quien elige cruzar el borde. Durante casi una década Caputo se dio
el gusto de pasar una y otra vez la frontera. Experimentó algo
extraño: la felicidad. Y también, fiel a su naturaleza, el crimen.
En el DF se enamoró de Laura Gómez: 23 años, estudiante, hija
de un empresario del transporte. Caputo le confesó a Wolfe que
Laura quería casarse con él. La policía encontró el cuerpo de la
joven lleno de quemaduras de cigarrillos, con golpes en la cara y el
cráneo destrozado. Pero lo que más resaltaron los periódicos fue
que la víctima estaba embarazada.
Caputo, vaya saber con
qué otra identidad, regresó a los Estados Unidos. En Los Ángeles
se casó con una inmigrante cubana. Tuvieron dos hijos. En 1984 la
mujer extrañamente desapareció. Con ese enigma sobre sus espaldas,
Caputo otra vez huyó a México, pero eso era, como suele suceder,
estar más cerca del final. En Guadalajara se enamoró de una joven
llamada Susana. Escribo estas líneas desde esta ciudad en la que
también fui o creo haber sido (y perdón por el adjetivo) feliz. Lo
imagino caminando con su noviecita por el centro histórico –esa
mezcla de barrio de Once con San Telmo de Buenos Aires– mientras
cae la tarde y las luces de los faroles coloniales se encienden y
ellos se prometen aquellas cosas que, aun cuando son mentiras, se
sostienen por la pasión y por creer que ahora sí se comienza a
vivir lo mejor, lo que a uno en definitiva le corresponde.
Caputo trabajó dando
clases de inglés. Los alumnos lo recuerdan como un maestro afable,
paciente ante la duda ajena. Vivían frugalmente, pero tenían
proyectos: Chicago. En esa ciudad norteamericana pudieron ahorrar y
alquilar una casa más grande para los cuatro hijos que muy pronto
nacerían. Pero otra vez las voces comenzaron: ése era el verdadero
problema. Caputo se desesperó, no quería volver a matar. La última
fuga fue morderse los talones. Regresó a la Argentina. Aunque no
hubiera conocido la famosa frase de Leonardo Sciascia, debe haberla
sentido al llegar a Mendoza: “Quien ha cometido el error de irse no
puede cometer el error de volver”.
A su familia le confesó
los crímenes. Luego, por intermedio de un abogado en New York, el
argentino urdió un plan: vender su nota en exclusiva a la cadena
ABC. El dinero se lo repartirían entre él y el abogado, y lo
restante quedaría para su madre en Mendoza. En 1994, ante las
cámaras de televisión y en horario prime time Caputo contó su
historia. A la salida del canal, lo estaban esperando. Ricardo Caputo
recibió una sentencia de 25 años.
Muy poco tiempo
permaneció en la cárcel de Attica. Una tarde de 1997, mientras
jugaba un partido de básquet, el argentino sufrió un ataque
cardíaco. Tenía 48 años.
Vera
Perfil de Ricardo Caputo,
Nagari Magazine