“Los
cuentos no se inventan, se heredan”. De esta manera empezaba El
rufián moldavo,
primera novela del escritor, cineasta y crítico Edgardo Cozarinsky.
Luego de una enfermedad que lo tuvo convaleciente a punto de quedar
paralítico, el artista argentino decidió escribir ficción, ya que
hasta ese entonces se había dedicado a diversos géneros como el
ensayo y la crónica, como el fronterizo Vudú
urbano
–prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante–. A
partir de esa novela editada en el 2004, Cozarinsky siguió
publicando otros trabajos no menos inteligentes y de una prosa, como
señaló algún periodista cultura, old
fashioned.
Esas
obras tenían locaciones en Alemania, Francia o Argentina como
lo
atestiguan
Lejos de dónde,
La
tercera mañana y
Maniobras
nocturnas,
respectivamente, pero siempre respetando como un dogma aquellas
primeras palabras de su debut. Dinero
para fantasmas,
en cierto modo, se funde en el mismo discurso. La novela es el relato
de los jóvenes estudiantes de cine Martín Gallo y su novia, Elisa,
y el viejo director Andrés Oribe. Una tarde en que Martín busca un
tema o personaje que pudiera serle útil para el primer trabajo
práctico que le han asignado en la escuela de cine, en el café La
Amistad se topa con el realizador.
Hace
años que Oribe es un una figura esquiva, un hombre cansado de las
miserias que suelen rodear a las actividades artísticas, pero sobre
todo de sí mismo. Eligió menos como una introspección – hoy se
diría “búsqueda personal”– que un juego en que las máscaras
tienen mucho que ver, exiliarse a la parte Sur de la ciudad de Buenos
Aires, aquella zona marginal que Borges disfrutaba caminar en su
juventud: los amigos y relaciones profesionales del cineasta no
frecuentan esos barrios, al contrario, su vida burguesa los espanta
de donde abundan la prostitución y la venta de drogas, los
inmigrantes del resto de América Latina y una parte de la clase
media argentina, hoy empobrecida.
Alumno
y maestro nunca llegarán a conversar. Pero los cuentos no se
inventan, se heredan, y así el joven cineasta, gracias al camarero
de La Amistad, obtiene unos cuadernos. Son los papeles personales de
Oribe. En una de sus páginas, Martín lee: “Hay ojos que parecen
abrirse al mundo, ávidos, expectantes; nos dejan creer que nos
estaban esperando, que podemos hundirnos en su mirada como en un
abrazo tibio. Otros en cambio oponen una mirada sin promesa, nos
disuaden de intentar algún acceso, como si protegieran un secreto
cuya existencia sugieren y al mismo tiempo nos advirtieran que nunca
nos dejarán entreverlo”.
Los
papeles de Oribe, como una estructura de cajas chinas, que se
envuelven unas a otras, revelan otras historias que hacen sumamente
más rica Dinero
para fantasmas. Es
cuando el relato salta en el tiempo y el espacio para situarse en
Berlín. El cineasta pasea por una ciudad que visitó en su juventud.
La memoria, siempre fragmentaria y selectiva, lo devuelve a un tiempo
en que el mundo estaba dividido por el comunismo y capitalismo, dos
visiones de pensar la vida que se enfrentaban en la llamada Guerra
Fría. “Las altas torres de vigilancia, los espejos que se pasaban
bajo los automóviles en busca de algún clandestino, la obligación
de vaciar los bolsillos para declarar hasta el último pfenning, todo
lo que hacía a la sordidez cotidiana de la ciudad dividida se vestía
ante mis ojos de un encanto de ficción barata”. En medio de esos
recuerdos, una historia de amor que se entrecruza con el mundo de la
prostitución juega una función sustancial en la novela.
En
poco menos de diez años Edgardo Cozarinsky ha formado una obra
sólida, que entre libros de ensayos, criticas de cine y cuentos se
ubican en un lugar central las novelas El
rufián moldavo,
Maniobras
nocturnas y
ahora Dinero
para fantasmas.
Vera
Review Dinero para fantasmas, Edgardo Cozarinsky (El Nuevo Herald)