Cumplir medio siglo—sea cual fuera el oficio—es una
celebración que muy pocos se pueden dar. Si ese oficio es el de escritor y el
que lo asume con todas las letras es Sergio Ramírez, entonces la fecha se
convierte en una cita obligada en el calendario. Obras como Un baile de máscaras, Sombras nada más, Margarita, está linda la mar—Premio Internacional de Novela
Alfaguara—, Adiós muchachos o Charles Atlas también muere, entre más
de una veintena, hablan tanto de su vida como de la historia sinuosa y extraordinaria
de América Latina.
Al igual que
los escritores del Boom latinoamericano, Ramírez encarna la figura del autor
que se compromete con la situación política de su tiempo, sea con artículos en
la prensa o actuando de una forma aún más activa: militó en el Frente
Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que derrocó al dictador Anastasio
Somoza y en 1984 fue elegido vicepresidente de Nicaragua como compañero de
fórmula de Daniel Ortega. En la década de los 90—como Mario Vargas Llosa en
Perú—fue candidato a la presidencia de su país. Luego de esos comicios, que no
ganó, se retiró de la vida política para dedicarse a tiempo completo a la
literatura. En 2011, Ramírez publicó la novela La fugitiva y las esenciales Puertos abiertos y Puertas abiertas, antologías de cuento y poesía centroamericana.
En estos cincuenta años en
el mundo de las letras debe haber tenido muchas satisfacciones y, tal vez, una
que otra tristeza. Hoy vamos a hablar de las primeras. ¿Puede decirnos cuál ha
sido la principal?
—Poder ser testigo de mi propia obra literaria después
de medio siglo de trabajo, es una alegría, y un privilegio que me da la vida.
La tristeza está en que los años pasan, y pesan, aunque no duelan. Y a través
de lo escrito, uno puede revisar su propia vida, como quien lee la bitácora de
un viaje que aún no termina; por eso mismo, lo que falta de mi obra, lo que me
queda por escribir, también es motivo de alegría, porque se escribe hasta el
último día. No hay tercera edad en la escritura, y por tanto, no hay vejez. Yo
veo la vejez como el ocio obligado, la ineptitud, el estorbo, el abandono, y el
olvido. Y mientras uno escriba, no hay nada de eso, todo es acción, en los
dedos que teclean, y en la cabeza que imagina y piensa.
Se puede ser ex revolucionario, ex
vicepresidente pero difícilmente ex escritor. ¿De qué manera se ha modificado
la percepción de su figura en la opinión pública a lo largo de este medio siglo?
—Es una batalla que he tenido que ganar a puro pulso.
No porque reniegue de mi pasado, que está allí intacto frente a mí, con toda su
carga de símbolos y creencias. Haber vivido una revolución como protagonista,
no es poca cosa. Pero hoy siento que he podido afirmarme como escritor, que es
mi presente, frente a mi vida política, que es el pasado. En un tiempo hablé
por mis discursos, cuando fue necesario, y hoy hablo por mis libros, y es una
diferencia importante. Claro, soy un ex vicepresidente de una revolución, y eso
da a ese título un realce que la participación política común y corriente no
da.
En su narrativa, la cultura popular tiene una presencia
destacada. Allí están los radioteatros, el cine y las teleseries, el béisbol y
el mundo del boxeo, como también el policial. ¿Cuál cree que sería el mejor
género para reflejar la situación de la actual sociedad latinoamericana?
—Yo soy hijo del medio siglo, cuando el cine, los
comics, las radionovelas, el béisbol y sus estrellas, y la música popular caribeña,
integraban para mí un universo en el que crecí.
El Fantasma y Spirit, Toña la Negra y los Panchos y Agustín Lara, Mickey
Mantle y Jackie Robinson, y María Félix y Emilio Tuero, Tyron Power y Rita
Hayworth. Yo vengo de allí, de esa mezcolanza luminosa que me ofreció imágenes,
sonidos, todo un sedimento de vida, y por tanto, de fuentes literarias. Una
mezcla entre Félix B. Caignet, autor de la radionovela El derecho de nacer, que
paralizaba las ciudades a la hora de su emisión, y las aventuras narradas por
Julio Verne y Stevenson.
Como editor de Puertos abiertos y Puertas
abiertas, antologías de cuento y poesía centroamericana. ¿Por qué aún en la era
de la Internet, la literatura de la región sigue siendo un tesoro por
descubrir?
—Por la incomunicación feroz que asola Centroamérica.
No sabemos nada del vecino, ni él de nosotros. Lo que se publica en Honduras
podría publicarse en Australia, y entonces nos enteraríamos más rápido. Unas
antologías así nos ponen al día, nos comunican, nos dan la oportunidad de
comparar, de ver lo que estamos escribiendo; y le dan oportunidad al mundo de
enterarse de nosotros, que como centroamericanos, presumimos, además, de una
identidad, es por eso que hablamos de una literatura centroamericana, como no
es posible hablar, por ejemplo, de una literatura andina, o del Cono Sur.
Más allá de los matices culturales, ¿qué
tienen en común los autores centroamericanos que figuran en las dos obras?
—Pertenecer a una región de América que como dije, presume de una
identidad, y encuentra estas señales comunes en su historia, en su geografía,
en su composición étnica, en sus artes culinarias, en su música, y allí está,
en su literatura. Es una identidad, por supuesto, diversa, porque aun siendo
países tan pequeños, cada país centroamericano tiene su propio peso específico,
pero siendo parte de esa identidad. Una identidad incomunicada, allí está la
contradicción.
Si tuviera que rescatar un solo libro de la
hoguera, ¿cuál salvaría de todos los que ha escrito?
Vera
Entrevista Sergio Ramírez (TintaFrescaUs)