Saturday, July 21, 2012

El centenario de un escritor polémico




Con un sucinto pero eficaz título, el obituario de The New York Times manifestaba lo que el escritor argentino significó para millones de lectores en América Latina: “Ernesto Sabato, Argentina’s Conscience, Is Dead at 99”. También con esa afirmación, el periódico norteamericano no hacía otra cosa que poner en relieve el incómodo lugar que para muchos intelectuales representó políticamente la conciencia del autor de Sobre Héroes y Tumbas a lo largo de su extensa vida. Alguna vez secretario de la juventud del Partido Comunista, luego antiperonista, simpatizante de la dictadura de Rafaél Videla, y finalmente ya en la vuelta de la democracia en 1983, elegido por el gobernante Raúl Alfonsín presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).

Para un hombre que acostumbró coleccionar semejantes paradojas, no es muy extraño entonces que a pocas semanas de su muerte, este mes se celebre el centenario de su nacimiento. Ernesto Sábato nació en la pequeña ciudad de Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Sus padres eran inmigrantes italianos, de ascendencia albanesa. Hasta su vejez conservó una cara de rústica seriedad en que la tristeza a veces pareció otra marca, la silueta muy flaca y unos grandes y sombríos anteojos. 

Fue el penúltimo de once hijos. Nació cuatro días después de morir el hermano que lo precedía y se llamaba como él. Ese hecho marcó su vida para siempre. “Mi madre se  aferró a mí y yo a ella de manera patológica”, alguna vez confesó. El nacimiento del último de los Sábato, Arturo, deparó otro  trágico suceso: lleno de celos, Ernesto intentó matarlo. De esta manera hubo que separarlo de la casa y llevarlo a vivir a otro lugar.  El desprendimiento de su madre originó más dolor. Solo tiempo después, cuando Arturo se salva del tifus, el doctor de la familia encuentra un modo de sanar aquellas heridas del espíritu: Ernesto debe cuidarlo. Así se convirtió en su protector y, con los años, llegó a ser el hermano preferido del autor. 

A diferencia de Borges, Julio Cortázar, Manuel Mujica Láinez o Leopoldo Marechal, escritores inevitables en las letras del Río de la Plata, Ernesto Sábato no tuvo lo que comúnmente se llama  “una formación literaria”. No estudió la carrera de Letras (eligió Física), tampoco a través del periodismo gráfico ganó algo de oficio, y menos fue un traductor o conferenciante profesional. Nunca hubo un plan establecido: su acercamiento se asemejó a un zig zag y como tal lo demoró en publicar su primer libro, Uno y el Universo.

A pesar de esto, en el colegio Nacional de La Plata donde hizo el secundario, el encuentro con un profesor al que todos creían en un primer momento mexicano, constituyó un episodio imborrable en la vida de Sábato. “A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancias, más se levanta el recuerdo de Pedro Henríquez Ureña, más admiramos y añoramos aquel espíritu supremo”, escribió en Apologías y Rechazos. “Enseñaba el lenguaje con el lenguaje mismo, tal como Hegel afirmaba que se debe enseñar a nadar nadando. Recuerdo cómo nos hacía leer los buenos autores, y cómo paralelamente hacíamos el trabajo de composición”.  

Así descubrió a Dostoiesky, Tolstoy, Chéjov, Ibsen, Hamsun. A esas lecturas adolescentes, según cuenta María Angélica Correa en Genio y Figura de Ernesto Sábato, le siguieron otras que el autor hizo en su madurez: Stendhal, Proust, Kafka, Melville, Hemingway, Faulkner, Twain, Chesterton, Huxley, Rilke y Thomas Mann.

Para cuando ingresa en 1929 a la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas, Sábato ya milita en organizaciones estudiantiles anarquistas. A los dos años, se afilia al Partido Comunista y es nombrado al poco tiempo su secretario. Con ese cargo viajó a Bruselas a un congreso contra el fascismo y la guerra. Una vez en Europa, se pelea con sus compañeros...En la década del ´40 es anti peronista, luego ocupa un cargo en el gobierno seudo radical de Arturo Frondizi. Esta evidente esquizofrenia política es algo que Ernesto Sábato nunca cargó con culpa: sólo intentó darle alguna justificación de circunstancia que pudiese encantar a interolutores dóciles.

Sin embargo, hay un punto que hace herida para muchos con buena memoria en la Argentina, y es el almuerzo que Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges compartieron con el dictador Jorge Rafael Videla el miércoles 19 de mayo de 1976. En ese momento, Sábato comentó:"El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente".

A los dos años de esa declaración, cuando la prensa internacional difundía las atrocidades que ocurrían en la Argentina, Sábato declaró a revista alemana Geo: "La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos [se refiere al de María Isabel Martínez de Perón, gobierno elegido por votación]. Desgraciadamente, ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un Estado de derecho ya que los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes. Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control". Poco antes que terminara la dictadura militar,  Gabriel García Márquez señaló que Sábato había justificado el golpe de Videla, a lo que el escritor argentino publicó su descargo en el diario colombiano El Espectador.

Paralelamente a esta escurridiza ideología, Sábato construyó una obra literaria a la que nunca le faltó coherencia. El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974) –sus tres libros de ficción –tienen la huella de la literatura rusa de siglo XIX y del existencialismo acuñado por Jean-Paul Sartre y Albert Camus. A este último, el argentino le debe la publicación de El túnel por la editorial Gallimard. En una misiva fechada el 13 de Junio de 1949, el autor francés, que a los pocos años ganaría Premio Nobel de Literatura, le escribe: “Roger Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad”. Su bibliografía también incluye ensayos y textos autobiográficos, entre los que se descatan Uno y el universo (1945), Hombres y engranajes (1951), El escritor y sus fantasmas (1963),  Apologías y rechazos (1979),  Antes del fin (1998) y La Resistencia (2000).

Todas sus obras encontraron particularmente eco en los jóvenes y le dieron popularidad. La suya fue una literatura que tomó ideas elaboradas ya con éxito en el pasado y las explayó nuevamente  ante circunstancias impredecibles. En 1984 obtuvo el Premio Cervantes. La muerte de Borges despejó el camino para que Sábato imponga, con la ayuda de los medios de comunicación en un país necesitado de buenas conciencias luego de tenebrosos años de dictadura militar, la imagen de un anciano sabio que  a preguntas agobiantes respondió con desgarrada sensibilidad.

En un momento del documental Ernesto Sábato, mi padre, que realizó su hijo Mario, el autor comenta ante cámara: “Cuando me muera quiero que me velen acá (se refiere a Santos Lugares, zona que vivió desde 1945) para que la gente del barrio pueda acompañarme en este viaje final.Y quiero que me recuerden como un vecino, a veces cascarrabias, pero en el fondo un buen tipo. Es a todo lo que aspiro".


                                                                                                                               
                                                                                                      Vera


                                                                                                             


Centenario Ernesto Sábato (El Nuevo Herald)

Friday, July 13, 2012

Una pionera en la narrativa hispana de Estados Unidos




No sucede todos los días. Una importante empresa de comunicaciones ha lanzado una campaña nacional para ayudar a mejorar el rendimiento académico de los alumnos hispanos. La iniciativa hace énfasis específico en aumentar los índices de graduación de secundaria, preparación preuniversitaria y culminación de los estudios universitarios entre estudiantes. Junto al apoyo de otras fundaciones, se ha sumado el Departamento de Educación de los Estados Unidos. Lo peculiar, lo que da de alguna manera valor agregado a todo ese esfuerzo, es que de las caras visibles para los anuncios de publicidad, esta vez,  se haya incluido entre actores, periodistas y deportistas,  a una escritora.  Y que ella sea Sandra Cisneros.
 
Buena parte de la literatura proveniente de autores hispanos de los Estados Unidos, sea la escrita en español o inglés, sin la aparición de esta novelista y poeta nacida en Chicago, de padres mexicanos, tendría otro lugar en las aulas universitarias y los medios de comunicación: un lugar lleno de lugares comunes, el cliché que tanto disfruta el cine de Hollywood. Y eso, en el mejor de los casos.
 
Su debut en 1984 con The House on Mango Street (La casa en Mango street) era un relato de iniciación, una coming-of-age novel, que vendió dos millones de copias y fue traducida a once idiomas. La novela tuvo un peculiar destino. Primeramente se editó en un pequeño sello,  Arte Público Press. Con el paso de los años y  gracias a fieles lectores  el libro se volvió un pequeño clásico. Así, en 1991 decidió editarla Random House.  De su obra, se destaca también el libro Caramelo que fue seleccionado como Libro del Año por The New York Times, Los Angeles Times, San Francisco Chronicle y Chicago Tribune.
 
Sandra Cisneros vive en  San Antonio, Texas. Divide su tiempo entre la escritura y la docencia. Además tiene la fundación Macondo (su homenaje a Gabriel García Márquez) donde jovenes autores encuentran un lugar propicio para seguir creando.  
 

¿Cómo ve a la comunidad hispana en la actualidad?
 
–Es un momento difícil. Especialmente para los mexicanos y los inmigrantes. Siempre digo que estamos viviendo una etapa fuerte después de las caídas de las Torres Gemelas. Necesitamos más que nunca la fortaleza de nosotros mismos ya que hay mucha  xenofobia. Creo que tenemos que hacer cosas positivas. Yo me hice escritora por mi madre. En mi casa no había libros pero los sueños que mi madre no alcanzó a lograr, yo sí los pude hacer realidad.
 
Trabajó en su primera novela, La casa en Mango Street desde los 21 hasta los 28 años. Cuando finalmente la terminó, ya tenía 30, y se  publicó bajo un sello independiente.  Tuvieron que pasar otros tantos años para que una editorial de las grandes se diera cuenta de la calidad del libro y reeditarla. Es mucho tiempo. Y nunca bajó los brazos. ¿Se imaginó que ese iba a ser el destino de la novela?
 
–La verdad que sí y no. La escribí durante una etapa que me sentía muy impotente. Trabajaba como maestra y el contacto con mis alumnos, en su mayoría gente adulta que volvía a retomar los estudios, era muy fuerte. Ellos tenían problemas y me sentía mal ya que quería cambiar el destino de sus vidas. Cuando volvía a mi casa, luego de escuchar semejantes historias, se hacía muy difícil dormir. En verdad me costaba. Entonces empecé a incluir esas historias dentro de mis escritos. Por supuesto, la memoria hizo el resto. Lo escribí con mi corazón. Creo que lo se haga con él siempre sale bonito. Esas historias que iba tejiendo de noche, semana a semana, han ayudado a mucha gente, a otros alumnos. A todo el mundo.
 
La casa en Mango Street se usa como lectura en las escuelas en el país.
 
–Eso me da la confirmación de la Divina Providencia. Todo tenemos un camino en la vida que debemos seguir. Y si tenemos el valor de escuchar esas luz, nos lleva donde debemos ir. Siempre debemos escuchar a nuestro corazón y hacer el trabajo para otros. Servir a otro en este planeta. Eso lo veo por mi propia experiencia.
 
En Estados Unidos su narrativa ha encontrado lectores y ya forma parte de esa gran biblioteca que es el canon americano. Pero en América Latina, ¿cómo cree que ha sido recibida su obra?
 
–En verdad no sé si me conocen. Viajo mucho a México y cuando lo hago a otros países no lo hago como escritora.
 
Qué reflexiones tiene ante el México actual?
 
–Cuando hago mi meditación a diario me pregunto cómo puedo servir a México. Porque ese país es mi padre y los Estados Unidos es mi madre. Aquí debemos hacer un puente y bajar los muros. Lo intento hacer. Estoy regresando a México en días. En este último viaje en que di dos conferencias me dije que debo ser menos miedosa porque en verdad le tengo miedo a muchas cosas. Soy la más miedosa de las miedosas: a los ratones, la oscuridad, las arañas, los aviones, ciudades grandes, fantasmas. Y aunque me da miedo ir a México, tal vez viajando es la manera de ayudar. Estuve hablando con la gente de los bares, de las iglesias, los taxistas. Esa es la gente que abre su corazón y me deja compartir la vida cotidiana de ese país.  
 
 
A diferencia de otros autores hispanos, en su obra Sandra, aun escrita en inglés, se siente el idioma español muy vivo. ¿Cómo trabaja el lenguaje, es decir, es consciente de ello?
 
–Me cuesta mucho escribir. No hay palabras para las emociones y anécdotas que vivimos a diario los seres humanos. Como escritores, nuestra profesión es encontrar las palabras o inventarlas para comunicar todo lo que pasa en un día. No es fácil. No hay tantas palabras en cualquier idioma para describir lo que nos impacta. Como novelista y poeta trato de ser honesta con lo que digo y veo.  Eso es un trabajo muy difícil. La verdad, creo  que la gente cuando le pasa algo feo, evita pensarlo, lo contrario a los escritores que vivimos nuestra vida haciéndolo, pensando lo que hubiéramos dicho, lo que hubiéramos hecho. Es una manera de meditar, ser monja en un monasterio. Me hubiera gustado ser cantante o una bailarina, algo más alegre, pero este es mi oficio.
 
 
 
                                                                                                   Vera
 
 
 
Entrevista Sandra Cisneros (El Nuevo Herald)