Sobresalir con su propio mito cuando todas las
luces de la cultura de un país caen sobre una figura, es difícil. Para los
argentinos sólo hay una mujer: Evita Perón, nuestra Santa Evita. Su imagen lo abarca todo, o
casi. Relegada a la más humilde y
sombría de la efigies, entonces, es que el mito Alejandra Pizarnik se expone
ante nosotros. El ámbito al que ha sido
confinada es el de las letras, una mitología que no es menor en el Río de la
Plata.
He visto muchas “Alejandras” en mi vida. Las
veía en mi primera juventud por calle Corrientes, por sus madrugadas y sus
librerías twenty four hours deambular
con su tristeza a cuestas; por los pasillos de la Universidad Pública cargando el peso del mundo que les molestaba,
aunque sabían muy bien cómo lidiar con él.
Esas Alejandras parecían haber estudiado a la perfección – traducido–
aquello que la otra Alejandra, la hermana mayor alguna vez dijo: escribir para
darle un significado al sufrimiento.
Aun cuando esas
adolescentes eran el reflejo de las obsesiones de su admirada, en el
papel ese eco era otra cosa: se perdía en una intemperie ineludible. Era como
si toda la voluntad puesta en cada movimiento se viera torpe a la hora de
escribir. En verdad, ellas no hacían más
que intelectualizar el dolor de Alejandra.
Caer en la trampa es fácil: su poesía está hecha
de palabras simples. Es su intensidad, sin embargo, la ingenuidad y perversión –infantil– que Pizarnik utilizó
como vehículo para crear
meticulosamente una obra.
Después de tanto tiempo esas Alejandras no
pueden, no harían, aquello que sintetizó la otra, una noche del 25 de septiembre de 1972, en una nota dejada
a un lado de su cuerpo: "No quiero ir nada más que hasta el fondo."
Vera