Mucho antes de saber que era admirado por Julio
Cortázar, Octavio Paz, Tomás Eloy Martínez
o Alejandra Pizarnik encontré en una mesa de saldos de calle Corrientes
un delgadísimo libro de tapas negras y
letras blancas cuyo título decía Juan
José Hernández. Antología. Recordaba el nombre del autor porque había leído
en un número de la revista Sur, también encontrada en esas jóvenes
peregrinaciones por las librerías del centro de Buenos Aires, un cuento suyo,
“Las Dalias”. Habían sido tan pocas páginas y sin embargo uno sabía que eran las
necesarias para contar una historia que, como los buenos autores, dejaba que el
lector completara a su libre imaginación la trama. Para mi sorpresa, ese
delgado libro, editado por el Centro Editor de América Latina, además de
cuentos traía una selección de poemas, que hizo definitivamente que lo
comprara.
Como en aquél, ninguno de los nuevos que leí me
defraudó: el estilo de su prosa trabajada pero sumamente grata, que nunca se
interponía groseramente entre el lector y la historia, la oralidad que no
olvidaba el detalle revelador perduraron indelebles en mi memoria. Lo mismo
ocurrió con su poemas, donde el sentido musical se unía a la sensualidad de
imágenes del Norte argentino y cierta malicia exquisita. Supe que Juan José
Hernández se convertía en esos autores que nos acompañan en inteligentes y
placenteras relecturas a lo largo de la vida.
Así fui
buscando sus libros, prácticamente inhallables,
y enterándome de algún dato biográfico que pese a lo que algunos se
obstinan en no reconocer, es imprescindible para completar el trazo de una
obra. Fue por José Bianco, precisamente, que al escuchar los relatos de su natal
Tucumán lo alentó a escribir cuentos. De esta manera publicó “El inocente”, por
el que recibió el Premio Municipal de Narrativa en 1965. Fue amigo de Silvina Ocampo de quien siempre
guardo un profundo y especial afecto. Con ella escribió una pieza de teatro, La lluvia de fuego, aun inédita, pero que se estrenó en París en
1997, con Marilú Marini en el papel de Adelaida. La obra la escribieron en el
estudio que tenía Ocampo en su casa-museo de calle Posadas, donde vivía junto a
Adolfo Bioy Casares. La obra está protagonizada por una mujer rica y sensual
que tiene por hobby la cerámica artística y se enamora de un muchacho de barrio,
a quien luego asesina y reduce a cenizas en su horno de cerámica. El final,
truculento en palabras de Hernández, derivó en que la pieza tuviera dos finales
distintos, como opciones para una eventual puesta en escena.
Vera
Juan José Hernández, 1931-2007 (Hojasbravas)