En
un reportaje reciente, Rodrigo Rey Rosa analizaba el contexto en el
que había escrito Los
sordos:
“Yo digo que es una novela criminal porque habla de Guatemala y
Guatemala es un estado criminal. Es inevitable. Es como escribir la
vida de un criminal, tiene que ser un argumento criminal. Yo
considero a Guatemala un estado criminal, pero no policial. De hecho
allí la policía no funciona. Porque en Guatemala, más o menos el
98% de los asesinatos no son investigados, no sé si habrá cambiado
este número después. Y no se dicta más que un punto por ciento de
esos asesinatos, o sea que hay una impunidad total”.
Ese
es el sentimiento amargo que recorre Crónicas
negras,
el libro que reúne dieciocho textos de Sala Negra, el equipo de
investigación del periódico digital centroamericano El Faro. Con
Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras forman un rosario de
impunidad para la violencia, el crimen organizado, el odio de clases.
Una región donde la vida parecería no valer nada. O no vale nada.
Tal vez por eso lleguen pocas noticias de ese lado del mundo
–demasiado cercano–, y por eso, también, la publicación del
libro no debería pasar desapercibida.
Ante
la ausencia de un Estado, la prensa es lo único confiable. Contra el
cliché del cronista latinoamericano justiciero, los periodistas
Carlos Martínez, Roberto Valencia, Daniel Valencia Caravantes, José
Luis Sanz, Óscar Martínez y Juan Martínez cuentan estas historias
utilizando diversas técnicas narrativas tomadas del cine, la
ficción y el ensayo para exhibir el complejo tramado de la
vulnerable sociedad centroamericana. En Crónicas
negras hay
historias bien contadas, sin el piloto automático que a veces da el
oficio del periodismo. La cronistas reconstruye los sucesos, como una
pesquisa.
En
la titulada “El Barrio roto” la deportación de un grupo de
jóvenes indocumentados en los Estados Unidos, que habían llegado
junto a sus padres a este país huyendo de la guerra, es el germen
de una pandilla en el Barrio 18, en El Salvador. El asesinato de
Cranky, uno de los cabecillas, lejos de apaciguar ese terror
organizado, lo replegó en dos fracciones, enemistadas a muerte.
“La
muerte de Cranky es una de esas muertes que llama a más muertes, que
desencadena cosas, que parte una historia en dos”, escriben Carlos
Martínez y José Luis Sanz.
“Aunque hay un abanico de relatos de
cómo ocurrieron las cosas, lo inamovible es que la madrugada del 27
de julio de 2005 a José Luis Cortez Guerrero catorce plomos se le
pasearon por el cuerpo, dejándole veinte agujeros en la piel. Hay
una coincidencia en todas las versiones sobre lo que ocurrió aquella
noche: al Cranky lo mató su propia pandilla. A partir de aquel
homicidio, los homeboys
andan, dicen, a cañón suelto, a odio destapado, ya no solo contra
sus adversarios de la Mara Salvatrucha (MS-13), sino también contra
los dieciocheros agrupados en la facción rival”.
De
Yo
violada,
del cronista español Roberto Valencia, emerge la historia de Magaly,
que una tarde fue sacada de la escuela para ser abusada por quince
pandilleros. La violación, pronto descubre el periodista, es un rito
común que tienen los delincuentes. Los casos como el de Magaly
abundan. Es entonces cuando este incidente pone en evidencia otras
cuestiones: el director del colegio conoce a muchos de los jóvenes
que han abusado de la adolescente. Sabe donde viven, cómo se llaman.
Pero prefiere callar. La sociedad es el terror y ambos la locura.
En
el prólogo de Crónicas
negras, el
periodista estadounidense Jon Lee Anderson señala: “Hay poco
periodismo investigativo de calidad hoy en día, y mucho menos sobre
estos temas. El trabajo de Sala Negra es excepcional”.
Vera
Review Crónicas negras, Antología (El Nuevo Herald)