El libro de relatos Grand Nocturno de Hernán Vera Álvarez (Suburbano Ediciones, 2015) abre con un epílogo de Mavis Gallant que tutela poética y afiladamente a cada uno de sus personajes, todos progresivamente perfilándose como estrellas en un cielo índigo oscuro. Sus protagonistas brillan desde una luz muy propia y diferenciada, y si algo tienen en común es la precariedad –y la fortaleza– que lo periférico les ofrece. Ahí van, sobre ese fondo negro, amenazados por la navaja brillante, por la luna acerada, y al mismo tiempo reflejándola.
Las historias están construidas sobre diálogos fílmicos, entrecortados, muy breves y realistas, plagados de silencios, por momentos crípticos. Suelen manifestar una frialdad engañosa: el drama va por dentro. Quienes conversan demuestran muy poca fe en el poder afectivo de las palabras proferidas y en la comunicación que sostienen. Se valen de ellas para dejar el tiempo pasar, para dejar el tiempo correr, sin importar la réplica de sus interlocutores, más bien esperando sea la vida quien dé las respuestas que en el fondo saben nunca les dará. La cercanía al vacío no los cohíbe, en todo caso, los invita al monólogo, o al género epistolar, que pisan por momentos como si requirieran de un respiro en medio de tanta noche.
En efecto, cuando la vida les da respuestas, estas son equívocas, inesperadas, y sí, desesperanzadoras: “Siempre había creído en una armonía universal, en un todo con sus mecanismos perfectos y extraños, y ahora no entendía su curso”. Sin embargo, el desamparo no es relevante, los personajes son también artífices de la existencia solitaria, son actores del malentendido: suelen decir una cosa, y muy dentro pensar otra: “Seguro, contesté mientas pensaba qué probabilidades habría que la vieja me diera un postre fiado. Tenía ganas de un postrecito de guayaba y queso”. En esta colección de historias, los placeres son también síntomas de la (in)comunicación, son actos fallidos, se procuran en tanto pulsión y aparecen sin apegos emocionales. Se diría que son irrelevantes si no fuese porque se erigen como señal de un vacío doloroso. Así, el sexo es recluido, es valor de cambio, es emocionalmente ineficaz. Tal como las palabras, no promete nada.
De tal manera no extraña que trátese de la conversación entre dos examantes, de la reunión entre amigos expectantes de un huracán, o de los momentos previos al suicidio o al asesinato, las situaciones evidencien cierta indiferencia. Incluso la amenaza del final, la posibilidad de sobrevivir o de sucumbir al cataclismo, dan igual. Una indiferencia ante la que el lector sutil deberá atender, pues en estas historias cada situación tiene un motivo y viene a decir algo: en un caso o en el otro, en el de la supervivencia o en el de la destrucción, todo ultimátum es iniciático. Sobre el asunto un personaje comenta: “Ese día entendí muchas lecciones y obtuve las fuerzas que nunca antes había creído poseer. Me hice hombre”.
Muchos de los protagonistas de estas historias están en los márgenes, y al acercarse al centro ponen en riesgo el equilibrio a tal punto que terminan siendo eliminados, de la vista, de su existencia social, o –para los efectos da igual– de la faz de la tierra. Un niño con leve retraso, hijo de la cocinera de un restaurante, según se lee: dócil y de “infinita ternura”, incomoda con su mera presencia a los clientes del local, que terminan bebiendo su cerveza apresurados y yéndose, con este gesto demostrando su incapacidad de convivir con ese otro diferente que no solo es el niño, son también su madre, el protagonista y el narrador, probablemente el escritor, y quien lee el libro. La cantante de un cabaret enamora a Juan Domingo Perón, lo salva de un atentado interponiéndose entre él y la bala, y horas más tarde, en el hospital, debe aceptar la dura realidad: tiene dos opciones, volver a su margen, desaparecer de la vida del General; o perderlo todo, su trabajo en el Happy Land, que según recuerda ahora a sus setenta u ochenta años –su interlocutor considera la edad irrelevante: otra indiferencia– le “permitía hacer lo que quisiera”. Así, su participación fugaz de la vida en el centro pone en riesgo su vida real y su libertad, es decir su sobrevivencia periférica: “Mirá Flaco que yo podría haber sido la primera presidenta en la historia de la República Argentina, la primera, ¿me oíste? Pero ya ves, no me dejaron… El General me había elegido… Ese era un verdadero hombre… Y aquí estoy nomás, ya me ves. Pero no importa, no deseo cansarte. Es historia del pasado, y si quiero acordarme, solo tengo que caminar y listo, Flaco”. Y es que muy pronto esos hilos de la desesperanza, esas otredades inquietantes brillando, anunciándose, desde lo oscuro, muestran su material resiliente.
En las historias de Grand Nocturno, la precariedad es siempre observada por un personaje muy fatigado para soportar la carga. Nada vale la pena o sirve realmente para curarse del dolor: “El alcohol me había cansado. Le pedía a Gal un vaso de Coca-Cola… Gal me ofreció algo para comer, para que me despertara, aunque sea por un tiempo, aunque no acepté. Como tampoco la alemana y su pareja”. Para que me despertara aunque sea por un tiempo, y esta fórmula no es casual, pues los sentidos alerta se mantienen solo brevemente, no hay corazón que aguante la crudeza de la realidad, o el peso del pasado. Esos observadores también están en el borde, sobreviven vendiéndose, venden su sangre, su semen, su cuerpo, existen en el mundo aunque su existencia es mentira: “Primero aquí, luego allá, firmar unos papeles inútiles porque mi nombre como el número del Social Security eran falsos, después meterte en una salita junto a un negro y dos white trash malolientes y esperar, esperar hasta que sea tu turno, como siempre”. En efecto, estos personajes están siempre esperando que su suerte cambie y en tanto vagan, se desplazan sin certezas. Así como la cantante del Happy Land, un prostituto espera engancharse al mejor cliente, un escritor aguarda la buena noticia editorial que no llegará (“apenas como regreso unas líneas excusándose con ese tono impersonal”) sino después del suicidio, cuando ya nada valga la pena: “Reíte otra vez, no importa, así al menos puedo servir todavía de algo y desprenderme de esos años en que por un pedazo de pan tenías que regalarte sin fe”.
Entonces de nuevo, a pesar de la apatía y las circunstancias desoladoras, el desenlace de cada historia puede ser enérgico, violento. La intención se recupera en los momentos más oscuros y la determinación se manifiesta de maneras inesperadas. Tal y como cada oración es perfectamente enhebrada y cierra exacta, eficiente –el corte de la navaja, el filo de la luna– se acaba con la vida del otro o con la propia, se levantan los personajes de una silla y se marchan, se pronuncia la frase eficaz y se cierra la historia. Que los personajes estén a la buena del Sin-Dios en aquel cielo tan oscuro pero estrellado, no supone que el autor de este conjunto de cuentos los haya abandonado. Por lo contrario, los enlaza a la perfección, tanto como para dar a quien lee la sensación de encontrarse ante solo bloque, una sola narración larga, una novela coral. Queda quien lee sintiendo que tras estas páginas, donde sea que ese lugar marginal quede, estos personajes se conocen, se acompañan y se dañan, se sonríen y brindan, o son tal vez todos, como lo oscuro en la noche, uno y el mismo.